Escribo estas líneas echando mano y revisando varias de las columnas que he escrito para La Tercera durante esta última década. Lo hago, además, después de una extensa comida con un grupo de amigos, donde el tema central de la conversación fue el país, su momento actual y las severas dificultades por las cuales atraviesa nuestra institucionalidad pública y sus principales protagonistas. Traigo esto a colación, ya que últimamente conversamos menos de Política, aquella con mayúscula; esa en la que, como parte de la legítima competencia, desplegamos nuestras mejores artes para lograr el favor de los ciudadanos, en el marco de un diagnóstico y una definición normativa de lo que consideramos bueno para la comunidad.

Por el contrario, pareciera que en los últimos años se ha deteriorado mucho esta interacción. No me refiero necesariamente a la mayor algidez que a ratos se observa en el debate público, a resultas de una apasionada defensa de nuestras posiciones, sino a la estrechez con que éstas son puestas en la discusión: no mirando más allá del metro cuadrado que tenemos por delante de las rodillas; con la sola intención de sacar una pequeña ventaja respecto de nuestros adversarios; desacreditando no sólo los argumentos de la contraparte, sino a la persona y su posición para defenderlos; sabiendo que muchas veces faltamos a la verdad, presentándola a medias o de manera mañosa; en fin, haciendo todo aquello que confirma los peores juicios sobre la real virtud que subyace a esta actividad.

Más allá de las legítimas quejas, tampoco soy partidario de caer en falsos puritanismos o idealizaciones que nada tienen que ver con la realidad. Asiste a la política una notable contradicción: se trata de una actividad extremadamente noble en sus fines, pero cotidianamente miserable en los medios. En efecto, la lucha por el poder ha sido históricamente una cuestión cruda, donde habitualmente la virtud es oscurecida por las más bajas pasiones y herramientas, aflorando las vanidades, los codazos, insidias o una variopinta gama de malas prácticas. Sin embargo, y por otro lado, para aquellos que creemos que las comunidades no son realidades naturales sino construcciones colectivas, cuyo futuro y devenir no está clavado en la rueda de la fortuna, sino que efectivamente podemos alterar lo que para otros es un destino ineludible, la política es la forma como podemos colectivamente transformar la vida de muchas personas, especialmente de aquellas que padecen de una situación objetivamente injusta. De esa forma, debería resultar obvio nuestro deseo de participar -y también cuidar y fortalecer- a la más idónea manera de juntos decidir sobre la forma en cómo debemos vivir. Pero poco o nada de eso está ocurriendo hoy en Chile.

Un diagnóstico compartido

Asistimos a uno de los peores momentos de la política, al menos en su versión tradicional o profesional, si se prefiere. Es cada vez mayor la distancia que los ciudadanos mantienen respecto de sus servidores públicos, acrecentándose la sospecha sobre la relevancia de las instituciones o la veracidad de las expresiones de quienes temporalmente las dirigen, sacando de los partidos y el Congreso los reales focos de influencia y decisión, desnudando la precariedad de la política formal para contener y conducir los procesos y dinámicas que se incuban y desatan en varias otras esferas de nuestra sociedad.

Obviamente que este no es un proceso aislado y que se enmarca dentro de una tendencia mundial. Fenómenos como Donald Trump o el Brexit, el auge de los movimientos nacionalistas o la inseguridad que generan los procesos migratorios son justamente la expresión del fracaso de la política. De igual modo, también es cierto que esta mayor desconfianza no sólo hace referencia a lo público. Tanto el mercado como sus principales protagonistas han y seguirán siendo objeto de severos y muy graves reproches, transformando este descontento en una cuestión más estructural y sistémica. Sin embargo, y tal como lo demuestran los datos presentados por el informe Auditoría para la Democracia del PNUD, algo específico ha ocurrido en Chile en esta década, ya que el desplome de la confianza en las posibilidades de la política y sus instituciones ha sido mucho más acelerado a lo visto en buena parte de los países en la región.

No fue hasta hace muy poco, pese a la majadería de algunos, que tomamos conciencia de los graves efectos que pudiera traer este creciente deterioro de la democracia. Sin ir más lejos, América Latina es un buen ejemplo de cómo las peores tragedias y los más tristes experimentos -con populismos y dictaduras mediante- fueron siempre antecedidos por un retiro de los ciudadanos del espacio de participación formal, dejando en manos de pocos decisiones que nos conciernen a todos.

El triángulo de las Bermudas

De esa manera, y sólo para efectos de ordenar y provocar esta reflexión, son tres las principales explicaciones que dan cuenta del desprestigio de la política y la cada vez menor confianza que los ciudadanos cifran en sus bondades y posibilidades: la excesiva influencia del dinero en el espacio público; la pérdida de relevancia de las elecciones, y la precariedad de nuestras instituciones frente al lobby o los intereses de nicho.

Partiendo por el poder económico, ya en el año 1980 que Michael Walzer alertaba sobre el peligro de que los criterios de distribución de una esfera en particular fueran utilizados de manera preponderante para asignar los bienes en otros ámbitos de nuestra convivencia colectiva. El obsceno protagonismo del dinero en la política, tanto en la cantidad como en las formas -me refiero a la opacidad y la ausencia de límites- terminó por desvirtuar el principio básico de representación política, licuando los intereses de la mayoría y poniendo especial atención a los privilegios de una minoría.

Lo anterior, profundizado por unas reglas del juego que tienden a perpetuar el poder de una cierta elite, ha contribuido a una cada vez mayor desconfianza hacia la institucionalidad política y sus reales posibilidades de transformar la vida de personas y comunidades, convirtiendo los procesos eleccionarios en ritos tan predecibles como irrelevantes. De esta manera, pareciera que el principal escollo de los políticos no son las elecciones populares, sino ganarse la respectiva nominación, sea mediante primarias u otro procedimiento, lo que sobredimensiona el rol de los sectores más militantes y ideologizados, oscureciendo la importancia de esa mayoría de ciudadanos menos o nada comprometidos con las estructuras políticas. No es el momento para explayarme en este punto, pero junto a razones ideológicas más profundas, he aquí otro importante motivo para haberse opuesto al sufragio voluntario.

Y quizás producto de estos dos antecedentes, y ya en tercer lugar, se consolidó la tendencia de que el interés de pocas personas pero intensamente perseguido, será siempre más influyente y efectivo que el bienestar general, por definición más débil y difuso. Esta creciente particularización de la política, o privatización del espacio público, no sólo ha redundado en su irrelevancia y marginalidad -incapaz de contener, ordenar y procesar estas otras fuerzas-, sino que ha acrecentado la brecha con los ciudadanos y el compromiso de éstos con su democracia.

Nuestro verdadero problema

Si tomamos estas tres razones como síntomas de un cuadro que debemos diagnosticar, y fijamos la mirada en cuál es el mínimo común denominador que subyace a cada una de ellas, me parece evidente que nuestro principal problema, o la enfermedad en este caso, es la asimetría en la distribución del poder en general, y del poder político en particular. La madre de todas las batallas se refiere a la desigualdad en la influencia, visibilidad y capacidad para participar en las decisiones. Dicho de otro modo, nuestra democracia ha incumplido su más básica y fundamental promesa: a saber, que las necesidades de los ciudadanos cuenten de manera similar en la deliberación de nuestros asuntos colectivos.

Dicho así, la más dura desigualdad no es la económica, social, cultural o territorial, siendo todas éstas, insisto, sólo la consecuencia de un fenómeno más complejo y que se refiere a la desigualdad en el acceso a redes, relaciones, tanto de visibilidad como de influencia.

Vuelvo a Michael Walzer cuando decía que el principal problema de la sociedad moderna no es el monopolio, sino el predominio. No es tan significativo que en el ejercicio de la competencia ciertos ciudadanos sean definitivamente exitosos en un aspecto de la vida, incluso en desmedro de los demás. Lo complejo y difícil de aceptar es que, en nada más parecido a una alquimia social, por el hecho de ser exitosos en determinada esfera, eso necesariamente signifique que sean los mismos quienes siempre triunfan en las demás.

No hay peor rabia y resentimiento que aquel que deriva de la convicción de que -pase lo que pase, o hagan lo que hagan- siempre ganarán y perderán los mismos. El conocido eslogan de una tarjeta de crédito, "hay cosas que el dinero no puede comprar", se ha transformado en una quimera en nuestro país. La generación de riqueza es un problema cuando ésta, además, compra dignidad en salud o educación, prestigio, honor, reconocimiento social, afecto e incluso -y vaya que lo hemos padecido durante estos meses- compra la política y la conciencia de algunos de sus rostros más emblemáticos.

Las actuales tensiones

Es en este escenario que debemos reconocer la probidad y la transparencia como el principal eje que tensiona nuestro sistema político y debate institucional. En el marco de un rol más activo de los medios de comunicación y los fiscales del Ministerio Público se desató un cuadro para el cual no existían dispositivos de control y contención, ahondando así en la profundidad de la crisis. La Comisión Engel fue un notable esfuerzo para diagnosticar la real dimensión del problema y proponer medidas para fortalecer nuestro sistema democrático; propuestas que, pese a no ser impulsadas con todo el vigor que requerían las circunstancias, ya han delineado una ruta y se inició el tránsito por la misma.

Pero también existen otros tres ejes que tensionan la actividad política y que deben ponerse en el complejo diagnóstico de cara a nuestras debilidades institucionales.

Uno de ellos se refiere al estándar profesional que ha de exigirse a los servidores públicos, especialmente a aquellos que desempeñan cargos en donde sus decisiones impactan de manera significativa al país y a los ciudadanos. Hace varios días tuve una agria polémica con gente que aprecio y respeto mucho, por una iniciativa -me refiero a #NoAlCuoteo- en donde justamente me pareció que no se hacía el énfasis del sentido profundamente político que trasunta velar por la calidad profesional que debe garantizarse en ciertas reparticiones publicas. Durante estos años, qué duda cabe, hemos sido testigos de cómo estos estándares se han ido relajando, lo que impacta de manera directa en la imagen y expectativas sobre la acción del Estado y sus posibilidades de transformación y cambio.

Otra tensión se relaciona con un eje más ideológico. La conformación de la Nueva Mayoría, primero, y el triunfo de Bachelet, después, marcaron lo que se vino a denominar como el "nuevo ciclo". Más allá de la evaluación que cada uno de nosotros tenga sobre lo que fue su debut y desempeño, lo cierto es que sí estableció un punto de inflexión en lo que era la práctica política con motivo de la transición y los gobiernos que le sucedieron. Tanto en las discusiones sobre si más consensos o reglas de mayoría, gradualismo o mayor intensidad, transformar o administrar, y distribuir o crecer -por nombrar los binomios más recurrentes- hay una significativa disputa ideológica que cruza transversalmente a las fuerzas políticas del país.

Y muy relacionado con lo anterior, el otro y último eje que parece haber irrumpido de manera significativa en la discusión sobre la política que tenemos y queremos es aquel de corte etario o generacional. Lo que fue una suerte de fantasía erótica para muchos de los que tempranamente nos interesó el servicio público, me refiero al masivo recambio generacional de la elite de decisores, tanto a nivel gubernamental como parlamentario, se hizo a ratos un anhelo tan deseable como imposible. Hoy, la llegada al Parlamento de varios dirigentes con menos de 30 años, muchos de ellos provenientes del movimiento estudiantil, marcó una evidente diferencia estética -palabra que, como decía Tomás de Aquino, tiene mucho que ver con la ética-, lo que ha sido motivo de interesantes conflictos y debates.

Cinco claves a considerar

Es a partir de este precario y peligroso escenario donde pareciera que la asimetría en el poder es el principal problema de nuestro sistema político, y que hoy se tensiona por estos ejes que recién he descrito, donde debemos reconstruir para contar con una mejor política y una democracia más solvente.

Confieso que no tengo la respuesta a la pregunta del cómo se hace. Más bien me asisten sólo ciertas intuiciones básicas, algo así como claves o reglas del debate público, las que debemos observar con más cuidado y que, para terminar, resumo en cinco.

La primera clave es ideológica. La orden del día es redistribuir poder, no sólo económico, social y territorial, sino que preferentemente político. La segunda clave es procedimental. El método es el mensaje, es decir, la forma y manera en que decimos y hacemos las cosas, dice mucho más de nuestra voluntad y convicción que los resultados mismos. No sólo hay que tomar decisiones correctas, sino que debemos hacerlo correctamente. Tercero, una clave sicológica. Lo más objetivo es lo subjetivo, y debemos mejor ponderar el valor de las emociones, los estados de ánimo y la capacidad para conectar con los sentimientos de los ciudadanos. Cuarto, una consideración tecnológica, en la medida en que vivimos una época digital de interacciones inmediatas, donde los ciudadanos ya no son sólo receptores de información, sino que poseen los instrumentos para emitir sus propios juicios, verdades y rabias. Por último, una clave poco publicitaria, la imagen es nada y la gestión lo es todo. Más allá de cierta diatriba contra la tecnocracia, la eficiencia y la eficacia sí son un imperativo ético de la acción política.

En definitiva, cualquier decisión que adoptemos exige la incorporación y participación de aquellos que queremos representar, pues la más dura exclusión es aquella que no trata políticamente como iguales a todos los miembros de una comunidad. Sólo de esa forma, no por ellos sino con ellos, podremos recrear una auténtica cultura política, donde no confundamos visión con voluntarismo, de la misma forma que tampoco popularidad con populismo.