Quizás estaba escrito, entre otras cosas porque al final es muy difícil que la gente o los gobiernos cambien. La Presidenta Bachelet se irá el próximo año de La Moneda tal como llegó: equivocada. La experiencia de estos tres últimos años no removió ni una sola de sus convicciones. Llegó al poder en esta segunda administración creyendo que las presiones del descontento social eran de tal magnitud que el país estaba al borde de un estallido generalizado y se irá pensando que su gobierno, no obstante haber enfrentado algunos nudos ciego de desigualdad, alcanzó a dar solo algunos pasos en dirección a una sociedad más equilibrada, pacífica e igualitaria. Su convencimiento es que entregará un mejor país que el que recibió y, aunque en esa percepción la ciudadanía definitivamente no la está acompañando, puesto que dos tercios de la población consideran que el país extravió el rumbo, ella confía en el juicio de la Historia, porque está segura de que los logros de su gobierno tardarán todavía algunos años en madurar o ser reconocidos.

Es complicado cuando los presidentes quieren medirse de tú a tú con la Historia. A menudo esa intención no es otra cosa que un refugio psicológico, una manera de ningunear la desaprobación de los contemporáneos y de elegir para su gestión una métrica que, buena o mala, tiene una ventaja insuperable: el juicio se suspende per secula, sea hasta el día del níspero o hasta que el tiempo, que todo lo cura, y la memoria pública, que no es tan larga, disuelvan los errores, los conflictos y los fracasos en los benévolos caldos de la mistificación o el olvido.

Lo concreto, sin embargo, al menos hasta que los historiadores entren a evaluar o a picar, es que el segundo gobierno de Miche-lle Bachelet ha sido una decepción. Llegó al poder en medio de enormes expectativas y, tres años después, incluso buena parte de la gente que votó por ella se siente defraudada. Aunque la Mandataria crea lo contrario, el país no está mejor que hace tres años y eso explica el 66% de la desaprobación presidencial. La economía se frenó, el empleo se precarizó, los niveles de confianza no se recuperaron, la convivencia se deterioró y no hubo día en que el pesimismo no fuera ganando posiciones. Lo curioso -curiosidad que es entre tóxica y admirable- es que ella persista en su línea y no abrigue una sola duda. Una posibilidad es que quizás ya sea demasiado tarde para cambiar. La otra es que sus sesgos intelectuales y de carácter sean tan profundos y arraigados que la tengan viviendo en una realidad paralela, donde apenas la alcanzan, si es que la alcanzan, los datos de la realidad.

Como quiera que sea, si hay un rasgo en la última cuenta pública presidencial que sobresale muy por encima de los demás es la incondicionalidad de su fe en la acción del Estado. Como si todo comenzara y terminara en sus orgánicas y programas de acción. Después del retorno de la democracia, no hay mandatario que haya tenido una devoción en la acción estatal tan fuerte como la suya y quizás esto explica su disgusto, su desencuentro, su aversión visceral, incluso, a eso que se llama "el nuevo Chile", y que a sus ojos es producto de todo cuanto rechaza: el mercado, el consumo, la competencia, el individualismo, la modernización súbita o mal digerida, la falta de épicas colectivas.

Si el cuadro del país que pintó la Presidenta parece irreal no es porque sea falso. Es porque es unilateral y reduccionista hasta lo tendencioso. El gran problema para Bachelet es que el Chile de hoy no se explica solo por lo que haga o deje de hacer el Estado. De hecho, en los últimos 40 años la sociedad civil pasó a ser mucho más potente que el aparato público y es allí -no en las reparticiones estatales- donde se gestan o se malogran las oportunidades, las confianzas, los empleos, las miradas de futuro y los estados anímicos de la sociedad. No hay duda que la acción de los gobiernos es importante, desde luego porque el Estado es insustituible en una serie de funciones irrenunciables, pero la generación de trabajos y riquezas, la innovación y el motor de la superación, el movimiento y la actividad, provienen de la iniciativa de individuos y los grupos en su respectiva esfera de actividad. Ante ese flujo, a los gobiernos les caben dos extremos: o la estimulan o la reprimen. Y la verdad es que nunca estuvo entre los propósitos de la actual administración facilitar las cosas.

Por eso es que resulta cuando menos incompleto exaltar la acción estatal en unos cuantos programas sueltos que se presentan como exitosos -vaya uno a saber a qué costo lo son- y no haya habido una sola palabra para explicar el fracaso del Estado en ámbitos muy sensibles y que le son privativos e indelegables, como justicia, seguridad pública, pensiones o salud, donde cada vez se está tornando más oscura la relación entre el mayor esfuerzo que el país está haciendo y la calidad de los servicios que recibe la población. Incluso en educación, que iba a ser el área prioritaria del actual gobierno, el balance es decepcionante, porque ni la gratuidad ni las otras reformas han logrado detener el naufragio de la educación pública.

Al cabo de tres años, por mucho que Chile tenga un aparato estatal más grande y también más caro, la confianza de la población -y en especial de la clase media- en que el Estado le pueda ayudar a resolver sus necesidades cotidianas está lejos de haber aumentado. Al revés: la gente hoy siente al Estado más como parte del problema que de la solución.