Llueve desde hace tres días en Berlín. Se ha estropeado el verano. Jürgen Litfin espera en su coche, a salvo de las inclemencias. Sale, saluda con desgano. Se cubre la cabeza con una raída gorra de aficionado a la Fórmula 1 negra, que hace juego con su chaqueta de cuero y sus pantalones oscuros. Su humor también es negro, pero hoy está como el tiempo. O peor. Pero está acostumbrado a tratar con turistas, estudiantes y curiosos que visitan la torre de vigilancia que adquirió tras la caída del Muro.
Abre la puerta del edificio y empieza a refunfuñar. Maneja un vocabulario descuidado y persistente, como la lluvia de afuera. Está acostumbrado al mal tiempo. Vivió más de 30 años en el régimen comunista de la República Democrática Alemana (RDA) con la muerte siempre cerca, con espías escudriñando su vida, con ausencia de libertad. Litfin no entiende cómo algunos de los compatriotas de su generación tienen "ostalgia", neologismo alemán que remarca la nostalgia por el Ost, el Este. De entrada, dice que está cansado de que muchos "ganen dinero con nuestra historia". La suya y la de su hermano Günter, la primera víctima del Muro que empezó a construirse hace 50 años y que dividió Alemania por casi tres décadas.
En el verano de 1961 corrían rumores de que en la parte de la RDA se iba a reforzar el control de los pasos fronterizos. Pero la población se había acostumbrado a vivir con incertidumbre y no se preocupaba. Más cuando el 15 de junio, el secretario general del Partido Socialista Alemán, Walter Ulbricht, aseguró públicamente: "Nadie tiene la intención de construir un muro". Un mes más tarde, la magistratura de Berlín-Este cerró la frontera para la compra de electrodomésticos como lavarropas o refrigeradores. La situación económica en la parte oriental era cada vez más grave: ese verano, unos 2,7 millones de personas se fueron a buscar fortuna al oeste. Günter Litfin tenía un plan similar: trasladarse definitivamente a Berlín-Oeste, donde trabajaba como sastre y había conseguido un piso en el barrio de Charlottenburg. Quería mudarse a fines de agosto.
Lo que él ni nadie sabía es que su destino y el de todos los berlineses orientales cambiaría a partir de la 1.30 de la madrugada del 13 de agosto.
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Ese verano se había agravado la tensión política tras una reunión del Presidente norteamericano John F. Kennedy y el jefe del Kremlin Nikita Kruschev, en Viena. Hubo desacuerdos sobre cómo se debía gestionar Berlín y Alemania. Entrado agosto, los secretarios de los partidos comunistas y de trabajadores de los estados del Pacto de Varsovia deliberaron sobre cómo fomentar "la seguridad de la paz". El 11 de ese mes se concretaron los planes para acordonar los 45 kilómetros de frontera interior de Berlín y los cerca de 160 de frontera alrededor del Berlín occidental. En un documento secreto, el líder de la RDA, Erich Honecker, comunicó un día después a las autoridades de los distritos del país la orden de "llevar a cabo las medidas necesarias" para reforzar el control de los puestos fronterizos. Y, en la noche del 12 al 13 de agosto, quedó construido un muro provisional de alambres de espino.
"Vamos, levántate. Han cerrado las fronteras". Con estas palabras despertó Jürgen Litfin a su hermano Günter el 13 de agosto de 1961. Eran las siete de la mañana y ya había escuchado las noticias en la radio. Günter, somnoliento, no lo podía creer, pero ninguno de los dos dudó en agarrar la bicicleta y hacer un recorrido por el cordón fronterizo. Agentes armados hacían retroceder a ciudadanos asustados. De las 33 estaciones de Metro de Berlín oriental, 13 ya estaban cerradas ese día, y de los 81 puestos fronterizos, se bloquearon enseguida 69.
El bloqueo fronterizo deprimió a Günter: se quedó sin trabajo y sin futuro. Desde aquel día se le vio poco en casa, angustiado por encontrar alguna zona más vulnerable para escapar. Tenía posibilidades de éxito, pues en los primeros días mucha gente conseguía huir por algún hueco menos vigilado. Günter tenía esperanza. Observó que en el puerto Humboldt, donde el canal Spandauer Schifffahrtskanal se comunica con el río Spree, no había vigilantes. Al menos, él nunca los vio. Por eso se aventuró a pasar la frontera a nado durante el día. Hasta ese momento, además, las noticias decían que si a algún fugitivo lo atrapaban en el intento, a lo sumo lo llevaban a la cárcel. Günter tomó ese riesgo la tarde del 24 de agosto.
Jürgen no sospechó ninguna fatalidad, ni siquiera al día siguiente, cuando, al volver del trabajo, unos policías lo detuvieron en la estación de Prenzlauer Allee. Lo interrogaron hasta casi medianoche. Sin haberse percatado, hacía tiempo que estaba en la mira de la Stasi, el servicio de inteligencia de la RDA. Los agentes le hicieron saber que tenían información sobre los contactos con parientes, amigos y conocidos de la familia Litfin en el oeste. Jürgen, entonces de 21 años, tuvo que responder por los planes de huida de su hermano tres años mayor. Pero lo más doloroso fue cuando los interrogadores difamaron a Günter: primero, lo tacharon de homosexual y luego como supuesto abusador de una enfermera en el hospital Charité. Con ganas de vomitar por la presión recibida por la policía, Jürgen llegó a su casa aún creyendo que su hermano habría logrado escapar.
Pero allí encontró a su madre llorando. Mientras Jürgen estaba siendo interrogado en una oficina policial, otros agentes registraron su departamento completo. Vaciaron los cajones, abrieron la estufa y desparramaron por el suelo todo el carbón, rajaron con un cuchillo el sofá. No fue hasta el día siguiente que la familia supo exactamente lo que pasaba: por la televisión del oeste se enteraron de la muerte de Günter. En el noticiero vespertino vieron las imágenes de agentes sacando del agua el cuerpo del fallecido.
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Vestido con chaqueta marrón y pantalones negros, Günter Litfin anduvo el 24 de agosto por el terreno de la Charité y bajo un puente del ferrocarril urbano hasta llegar al puerto Humboldt. En ese punto, el canal mide 40 metros de ancho. La distancia que lo separaba de la libertad.
Según el informe de la policía de la R.D.A., Günter fue divisado en esa zona fronteriza a las 16.10 y fue instado a detenerse por los agentes que hacían guardia. El joven igual se lanzó al agua e intentó alcanzar la orilla occidental. Hubo disparos al aire a modo de aviso, pero Litfin siguió nadando. Los vigilantes lo fusilaron cuando estaba a 20 metros de la vida que soñaba. El diagnóstico médico: perforación de cuello y boca, unido a ahogamiento. La causa, según el certificado de defunción: "Muerte en manos ajenas".
1961 fue terrible para los Litfin. También murieron el padre, una abuela y una tía de Jürgen, quien ya había perdido en 1943 a otro hermano: Alois, gemelo de Günter. Alois, que entonces tenía seis años, tuvo que ser operado de una pierna tras una caída. En pleno Tercer Reich, el médico le inyectó veneno en vez de anestesiarlo, al sospechar que su piel morena delataba a un niño judío. Así lo había contado una enfermera a la familia Litfin.
Jürgen Litfin juró que encontraría a la persona que mató a su hermano Günter y lo hizo. Fue un tal Herbert P., quien después recibiría una insignia honorífica de la policía de la RDA, un reloj caro y 200 marcos.
La indignación se hizo mayor cuando tras la caída del Muro, en 1989, el Parlamento y el Tribunal Federal Supremo confirmaron que no se podría juzgar a ningún tirador de los antiguos puestos fronterizos. "Nos han dado una patada en el culo", se queja Jürgen. Y en esa sensación influye también que muchas autoridades aún crean que Peter Fechter y no su hermano fue la primera víctima del Muro.
La muerte de Fechter, el 17 de agosto de 1962, fue más famosa, porque un fotógrafo inmortalizó el instante en que el joven agonizaba tras los tiros de los guardias orientales. El chico murió desangrado sin que del oeste ni del este se acercaran a auxiliarlo. "Me afecta que cerdos horribles no mencionen a mi hermano y que sostengan que Fechter fue la primera víctima, cuando fue la número 43", dice Litfin, desde la torre de vigilancia de la extinta RDA que adquirió y reformó como memorial de Günter.
Allí funciona una suerte de museo, donde los turistas se encuentran el mal humor de Jürgen, pero también testimonios directos de una época. Allí Liftin explica cómo él y su mujer estuvieron en la cárcel, acusados de asistir a fugitivos de la RDA, cómo comprobó que su cuñado trabajó para la Stasi, cómo rescató de entre la basura la lápida de su hermano Günter...
Estos días, Alemania está muy sensibilizada con el 50 aniversario del inicio de la construcción del Muro. Dentro de su torre, Jurgen también.
Afuera sigue lloviendo.