Ante una tumba desconocida, cuando ya habían pasado dos años del asesinato de su padre, Manuel Guerrero Antequera pudo llorar.
Fue un 29 de marzo de 1987. La fecha no era casual. Un día como ése, pero en 1985, Manuel Guerrero Ceballos, su padre, había sido secuestrado en la puerta del colegio donde era inspector y donde el hijo estudiaba. Veinticuatro horas después, su cadáver aparecería degollado en los alrededores del aeropuerto de Santiago, junto a los cuerpos de José Manuel Parada y Santiago Nattino. El golpe de esa muerte fue inmenso para Manuel hijo. Se llenó de rabia. Pero no pudo llorar.
Eso, soltar las lágrimas de pura pena, le tomaría tiempo.
Dos años, exactamente. Manuel hijo estaba en Berlín oriental, terminando el colegio, y repitió la rutina de todos los 29 de marzo. Tomó su guitarra y se fue a un cementerio. Como era imposible ir a la tumba de su padre, eligió una tumba cualquiera. Para dejarle una flor y cantarle. Pero entonces sintió que algo le explotó adentro.
Dice Manuel: "De repente se me vino encima la pena y la ausencia. No por el héroe, por el gran dirigente; sino por el hombre que fue mi padre. Sentí ganas de que estuviera vivo, que me acompañara en mi graduación, que pudiéramos conversar, que viera que había retomado la guitarra… Me largué a llorar. No paré en varios días".
Manuel Guerrero Antequera tenía entonces 16 años. Y ese llanto fue un punto de inflexión. No era el primero en su vida, ni sería el último. Pero fue importante.
Él, que hasta entonces se había mostrado duro, un dirigente estudiantil que dirigía marchas, un disciplinado militante de las Juventudes Comunistas, un joven que no dejaba espacio emocional para nada que no fuera la rabia, sintió la fragilidad. Y de manera inevitable repasó lo que había sido su vida y la proyectó hacia adelante. En una reconstrucción emocional que aún no termina.
Manuel Guerrero hoy es sociólogo, doctorado en Sociología por la Universidad Alberto Hurtado, y profesor de bioética en la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile. Desde el 2016 está haciendo un posdoctorado en la Universidad de Uppsala, en Suecia. "Es sobre ética aplicada a las neurociencias, para tratar de entender las bases biológicas de las decisiones morales que tomamos", dice. Antes, había desarrollado una teoría de la masacre para entender por qué la gente entra en ese tipo de procesos. A Manuel Guerrero le interesan los contextos sociales y culturales, pero también lo que ocurre dentro del cerebro de una persona.
El documental Guerrero, dirigido por Sebastián Moreno y estrenado a principios de agosto, muestra bastante de su bitácora vital. Reconstruye su infancia, los lugares donde lo llevó el exilio, los afectos involucrados, lo que siguió a la muerte del padre. Pero hay mucho más de lo que exhibe esa película de 70 minutos. Fueron 100 horas de grabación durante siete años en cinco países. Manuel Guerrero se ha reconocido y se ha desconocido al verse en ese documental. Estuvo en Chile para su presentación. Fueron unos pocos días, ajetreados, remecidos. Prefiere hablar ahora que ya está de regreso en Suecia, tranquilo. Manuel Guerrero -47 años, casado, tres hijas- cuenta cómo alguien se reconstruye a sí mismo. Como se logra ensamblar otra vez el puzle cuando las sacudidas biográficas e históricas han botado casi todas las piezas al suelo.
Una infancia madura
¿A qué edad empiezan tus recuerdos, Manuel?
A partir de los cuatro años, posterior al golpe. Mis recuerdos son tanques en la noche en Lo Plaza con Grecia, que es donde vivía mi abuela. Allí estaba yo cuando en junio de 1976 secuestran a mi padre, que era dirigente de las Juventudes Comunistas.
En el documental apareces de seis años contando ese secuestro. ¿Es posible que un niño tan pequeño manejara tantos detalles?
Recuerdo haber visto llegar a mi mamá gritando. Escuché su testimonio de cómo había sido el secuestro. Cuando en el documental vi la escena que mencionas me impactó mucho, porque yo era un niñito. Le pregunté a mi mamá cómo a esa edad recordaba con tanta precisión lo ocurrido. Su respuesta fue que cuando salíamos a buscar a mi papá, yo iba con ella y escuché la historia muchas veces.
Los puntos de inflexión cambian una vida. La salida al exilio en 1976, ¿fue el primero para ti?
Fue un punto de inflexión, sin duda; pero hay uno previo: el periodo en que encontramos a mi papá. Estuvo unos meses desaparecido; al final lo encontramos en un campo de concentración en Puchuncaví. Luego lo pasan a Cuatro y Tres Álamos. Recuerdo ir a visitarlo los domingos, él haciendo su artesanía, yo vendiéndola en Ñuñoa. Heavy.
En noviembre de 1976, la familia se fue al exilio. Los padres, Manuel y su hermana América, de pocos meses. Partieron en un campo de refugiados en Suecia. Con días cortos y nieve. "Para mí, que era un cabro chico, era como llegar a otra galaxia", recuerda. Un mes después se trasladaron a Budapest, en Hungría. Allí vivirían cinco años.
Desde tu óptica de niño, ¿fue un tiempo feliz?
Desde la niñez, esos cinco años fueron maravillosos. Tenía mi escuela a dos cuadras, vivía en una seguridad plena, aprendí el idioma, tenía amigos. A mi papá lo veía poco porque estaba metido en actividades de la solidaridad internacional, pero las veces que estaba salíamos a trotar, a jugar ping pong. Fue un periodo bellísimo. Aprendí a tocar guitarra clásica. Hubo quiebres también, como la separación de mis padres.
Esa felicidad de niñez, ¿se mantiene cuando la miras de adulto? Una escena conmovedora del documental es ese abrazo con tu amigo de infancia, llorando en la escuela húngara.
Con la distancia del tiempo tomas conciencia de que el exilio implica un desarraigo y que mientras los niños estábamos en una burbuja amable, lo que estaban viviendo nuestros padres, que eran muy jóvenes, era que su generación estaba desapareciendo semana a semana. Ellos cargaban con pena, rabia; mientras yo estaba aprendiendo a tocar música clásica.
En pantalla dices: "De niño me convertí en adulto". Es triste eso.
Nuestros padres vivían con las maletas listas para regresar. Cada Año Nuevo decían: este año cae y volvemos a Chile. Pasaba el tiempo, no deshacían las maletas. En el caso de los niños no era así, uno se integra, adopta el idioma. Te vas asimilando a la nueva sociedad mientras ves que tus padres no. Nos convertimos en sus traductores. En la escuela cuando llamaban a nuestros padres, uno era el traductor y se enteraba de la opinión de los profesores. La infancia empieza a ser una infancia cada vez más madura. Quizás no resulte raro que luego aparezca ese niño de 14 años, cuando pasó lo que pasó, hablando con ese grado de madurez.
Pura rabia
Y lo que pasó hasta llegar a ese niño de 14 años fue esto: los Guerrero volvieron a Chile en 1982 y desde entonces, hasta el asesinato del padre, trataron de vivir con cierta normalidad. Dice Manuel: "En 1984 se da una orden de detención y expulsión contra mi papá, por su rol de dirigente sindical, así que pasa a la clandestinidad. Mi papi nunca nos dejó de escribir. Como profesor normalista tenía una letra redonda, bellísima, muy clarita, y las cartas que nos mandaba eran poemas. Cuando se suspende esa orden contra él, vuelve a aparecer, vuelve a hacer clases, vuelve a la casa de mi abuelo en Maipú. Yo tenía 14 años y decido irme a vivir con él. Entonces llega el 29 de marzo de 1985. El gran quiebre".
Tras su asesinato, a ti te gobierna la rabia. ¿Era algo nuevo para ti?
En eso también el documental ha sido clarificador. Porque efectivamente por los propios valores de mi familia, de la experiencia en Hungría, donde mi madre se preocupó de darnos herramientas para elaborar de manera positiva las situaciones que íbamos viviendo; yo me desconozco en esas imágenes donde aparezco dando un discurso en la Vicaría el día que aparece el cuerpo de mi papá. Yo recordaba que pedía justicia, que ha sido el lema que tomé para mi vida: ni revanchismo, ni venganza, ni odio; sólo justicia. Sin embargo me veo ahí, a los 14, y lo que quiero es venganza. Con ira, golpeando la mesa.
A esa edad, Manuel Guerrero se convirtió en un joven lleno de rabia que mostraba en sus discursos y en las marchas. Alguien con ganas de saldar cuentas. Un soldado en guerra. "Esta rabia se convirtió en una tabla de salvación, que le permitió a este niño poner este crimen en un relato que le diera sentido como una historia que no sólo le pasaba a él, sino a Chile. La rabia le permitió a este niño levantarse, pero también iba generando un daño porque no le dio espacio a la pena, al llanto, al duelo. Ocupó todo el espacio emocional. Esta rabia nos permitió a parte de mi generación levantarnos y luchar, pero también empezar a convertirnos en lo que precisamente nuestros padres no querían: en espejo de la dictadura, en máquinas de guerra".
En el documental dices: "Sentía una rabia que me podía convertir en un arma mortal, alguien dispuesto a matar".
Eso lo trato de interpretar con una canción que es de esos años de Hugo Moraga, "Niño de guerra". Habla de los niños de Vietnam, del Líbano y se podría incluir a ese niño de 14 años al que le secuestran y degüellan al padre. Nos convertimos en pequeños soldados, y eso es tremendo. No fue para eso que nuestras madres nos trajeron a la vida. Mi madre quería que nos convirtiéramos en seres amorosos para construir una sociedad justa.
Sanarse
Tuvo un nuevo exilio. Esta vez propio. En julio de 1986, la Vicaría de la Solidaridad, la dirigencia estudiantil y las Juventudes Comunistas convencieron a Manuel Guerrero de salir del país. Era por su seguridad. Le habían dado una golpiza, era perseguido y vivía clandestino. Salió con destino a Suecia. Tenía 15 años. Aceptó pensando que sólo serían seis meses.
"Cuando llegué al campamento en las afueras de Estocolmo, había un bosque, lagos, como si uno llegara a Chiloé. Pero yo no soportaba el silencio. Me empecé a preguntar cómo no podía estar en paz. El daño estaba en este niño de guerra", dice. Al año siguiente partió a la RDA. Él iba a fortalecerse como dirigente comunista. Leía de política, entrenaba físicamente: "Iba a acerarme en un sentido ideológico, pero también acerar el cuerpo. Hago defensa personal".
Pero le pasaron algunas cosas que le cambiaron los planes. Primero fue dejar salir el llanto frente a esa tumba anónima: "Lloré por el vacío que dejan las pérdidas de seres queridos. Pero también por ese niño que había sido. Fue recuperar esa fragilidad, esa ternura de la letra redonda de mi papá. Empecé un trabajo distinto de mi propia reconstrucción de la memoria".
Luego vino una jornada con amigos en un parque. Cuando les mostró una técnica para neutralizar a otro: te agachas, lo tomas por los tobillos, lo botas, le saltas encima por la espalda, le levantas la cabeza, sacas un cuchillo, le cortas el cuello. Sus amigos se espantaron. "Me dicen: `Manuel, ése no eres tú, nosotros conocemos al Manuel de la guitarra, al que nos ayuda a formar centros de alumnos, ¿qué es esto?´ Y en la mirada de ellos, me vi a mí mismo: mierda, dije, ésta no es la opción que quiero tomar".
Lo otro fue la propia RDA. "Entré en contacto con la juventud alemana y la complejidad que vivían. Parte de sus sueños era democratizar la propia RDA. Empiezo a tener conciencia de que los socialismos reales del Este tenían esta dimensión de justicia social, pero que hay un plano que tiene que ver con la libertad de conciencia, la libertad de expresión, que es limitada. Solidarizo con mis compañeros alemanes".
¿Qué resultado tuvo la suma de todas esas cosas?
Viene un punto de inflexión muy grande. Junto a lo que implica una maduración política, ése es el momento en que me vuelvo adulto propiamente tal, asumo mi autonomía de juicio. Decido dedicarme al trabajo cultural, no regresar de inmediato a Chile y el año 89 participo, desde posiciones de izquierda crítica, en los eventos que rodean la caída del muro. En Chile se vivía el plebiscito, que no era la salida para la cual nos estábamos formando para volver a empujar la rebelión popular. Había que parar un momento y reflexionar, había que sanarse.
¿Dejaste de militar?
Sí, y me dedico a trabajarme a mí mismo. No es abandonar la lucha ni la transformación social, sino asumirla desde otra escala donde también debo hacerme cargo de mí mismo. Si queremos transformar la sociedad, yo también tengo que estar sano para colaborar de forma constructiva.
Al PC no le debe haber parecido bien. Eras el heredero de Guerrero, te mantenías en el exilio, y tú sales con esto…
Ha sido un proceso que me ha tomado todos estos años y que sigue abierto, tanto con mi generación como con el Partido; una relación muy rica en afecto pero también atravesada por una opinión muy propia que yo he ido ejerciendo y que en general ha sido acogida. Estudié en el Arcis, fui electo concejal de Ñuñoa como independiente por el pacto Juntos Podemos Más; he seguido formando parte de esta izquierda histórica, pero con un ánimo de innovación, de chasconearla.
Manuel Guerrero regresó a Chile en 1995. Antes se había casado con Karen Aliaga, una chilena exiliada en Suecia, y ya tenían una hija. Dice que la paternidad le agregó más crecimiento. Se le hizo más fácil el perdón. "A la persona que más tiempo me ha costado perdonar fue a mí mismo. Sentía una rabia enorme porque no fui capaz de hacer aparecer con vida a mi papá... Me tomó mucho tiempo admitir que yo tenía 14 años, y que a los 14 años hice lo que pude, que no estaba en mis manos hacer más. Entonces perdoné a ese niño y admití esta fragilidad, que hay espacio para la pena, para la rabia, que tengo deudas con mi papá".
¿Perdonaste también a tu padre?
Cuando fui padre y por actividades de participación política me empecé a ausentar de la casa, funcionó el "espejeo": mi papi no estuvo ausente porque quisiera hacerme daño, sino porque estaba tratando de hacer un aporte. Yo no puedo separar a mi papá de su militancia, no tiene sentido estar enojado con el partido al que quiso tanto y era parte de su ser. Ese fue mi papá y como tal tengo que quererlo. Y ahí uno empieza a aumentar la escala: la familia tampoco me quiso hacer daño, ni el partido, ni la sociedad chilena. Estar lleno de culpas no ayuda, no coopera, no construye nada.
LA BÚSQUEDA
Supe que te bautizaste.
Sí. Me bauticé de adulto, en 2008.
¿Cómo fue ese proceso con la fe?
He tenido en eso distintos caminos de búsqueda. Por un lado la ciencia, estudié Sociología, me dediqué a las éticas aplicadas, hice un doctorado y ahora estoy haciendo una estadía postdoctoral en ética aplicada a las neurociencias. También he tenido búsquedas desde el lado artístico, con la música. Y en el lado espiritual: tengo vínculos con la línea ignaciana, tengo un gran amigo jesuita, Pepe Aldunate. He trabajado con curas obreros, con Mariano Puga. Es una fe adulta, como le llamo. Muy poco ortodoxa, muy poco ritualística.
¿No vas a misa?
No. Yo enganché con la teología de la liberación, con la ética de la liberación de Enrique Dussel, con los trabajos de Hans Jonas, pero también con otras líneas reflexivas y espirituales. Me siento muy sorprendido por el budismo: si me preguntan por un héroe, digo Francisco Varela. Esta conversación entre neurociencia y budismo tibetano me llena.
¿Crees en Dios?
No, por eso te digo que es una fe adulta… Creo en la fuerza de la vida, en la capacidad transformadora de las relaciones cooperativas, en la posibilidad del amor.