-Un Casey Jones es lo que estás buscando -me dice John muy serio, con cara de médico recetando un antibiótico. Y tras buscar ágilmente detrás de un mesón, rodeado de envases transparentes con etiquetas que dicen "Silver Bubble" o "Lemon Leary", me entrega una pequeña bolsa transparente con el cuidado de un chef.
Grey Area se llama el lugar donde pretendo fumar un cigarro de marihuana, después de casi 15 años sin sentir ese humo intenso bajando hasta los pulmones. Es uno de los sitios predilectos de los gringos que van de vacaciones a Amsterdam. Paradójicamente y pese a su fama, debe ser el fumadero más chico de la ciudad. Son sólo cuatro miserables mesas y una barra rodeada por paredes llenas de calcomanías. La gente choca con facilidad. De hecho, pareciera que en Grey Area sobre todo hay codos. Muchos codos, especialmente gringos, ya que los dueños son de Rhode Island -de seguro gente confiable en el imaginario estadounidense- y porque las guías turísticas lo recomiendan a ojos cerrados. O quizá también porque se ha corrido la voz y hasta Lou Reed ha peregrinado en busca de su multipremiada marihuana.
Pero a Ivo Opstelten, flamante ministro de Justicia holandés, ello parece no importarle. Tampoco esta postal con un muchacho de barba que pasa a mi lado junto a una gran pipa color caramelo, casi flotando en medio del humo. De esas cosas, Opstelten está harto. Y como es pragmático y decidido, ya comenzó a dar la batalla para terminar con la muy holandesa relación de los turistas y la marihuana. Su idea es sencilla: sólo quienes tengan residencia holandesa podrán entrar a los coffee shops -así llaman a los lugares donde se fuma marihua- na-, pero únicamente luego de inscribirse como clientes en algún local de su propia ciudad y recibir un wietpass, algo así como una tarjeta de fumador. Su propuesta, apoyada por buena parte de la derecha gobernante, es eliminar los desórdenes públicos y los crímenes que, según ellos, girarían en torno a los turistas que llegan a Holanda para fumar.
El proyecto rebotó rápido en los medios europeos, no sólo por su ánimo xenófobo, sino porque los canales de Amsterdam, sus bicicletas, los turistas y la marihuana desde hace ya 30 años que han venido jugando a ser sinónimos.
Después de una calada rápida, en los escasos centímetros que me corresponden de la barra lateral, miro con curiosidad mi recién prensado Casey Jones y trato de disimular la tos. Pero si hay algo imposible de disimular es precisamente esa tos inesperada, que seguro se repite en otros turistas. Según lo que aquí se maneja, cada año llegan a Amsterdam casi cuatro millones de visitantes. Un mar de gente, de la que un cuarto, es decir, cerca de un millón, participa de la economía ligada a la marihuana, de acuerdo con los números que entregan los optimistas dueños de coffee shops. Pero ahí dentro, mirando a esas chicas sacadas de una película high school que pronto seguirán con su viaje a París o Viena, que fuman alegre y despreocupadamente, el fantasma del último pito ya da vueltas. Tanto, que los dueños de los locales imprimieron una hoja que dice: "El pase para fumar marihuana es aún un proyecto de ley, y aquí no se permite discriminar a los turistas".
LA MALA EDUCACION
Pero ni Amsterdam ni su marihuana ni sus fumadores, ni siquiera el campeonato anual para encontrar al mejor pito de la ciudad, son el principal problema de Opstelten. El mayor está un par de kilómetros al sur.
Maastricht, una ciudad de pequeñas calles medievales con un centro lleno de tiendas y un gran canal, ha sido durante años el destino de fieles fumadores alemanes, belgas e incluso franceses, que toman el auto y en un rato están sentados comprobando cómo el THC de la marihuana holandesa -es decir, el secreto de su potencia- es cercana al 18%. Al menos tres veces superior al que se puede encontrar en mercados ilegales de América Latina.
Los visitantes que llegan a Maastricht, tal como a otras ciudades fronterizas alejadas de los grandes circuitos turísticos, están acostumbrados. Esos no tosen. Parecen profesionales que no se acobardan frente al THC. Llegan en grupos, casi improvisando un panorama que en muchos casos les queda a sólo 15 minutos en auto. Y muchos de esos turistas son precisamente los que, según el antiguo alcalde de la ciudad, Gerd Leers, armaban desórdenes callejeros, barrían con la estricta paz holandesa y fomentaban la criminalidad. Para traducirlo al castellano, eso quería decir que llegaban como mafias a comprar mucho más de lo legalmente permitido -cinco gramos por persona- y, supuestamente, con la idea de venderlo más tarde en sus países.
Entonces, en 2006 prohibieron por primera vez y sólo en esa ciudad, que los extranjeros -y acá da lo mismo el derecho europeo a la libre movilidad- pudieran echarse en un sillón a fumar marihuana y a reírse sin saber por qué. La decisión del alcalde pasó por varias cortes -algunas la prohibieron, otras dieron el visto bueno- hasta que finalmente hoy, en las calles adoquinadas de Maastricht hay muchas tiendas de diseñadores, pero muy pocos coffee shops. Hace unos meses y tras el pronunciamiento final del Consejo de Estado, la máxima instancia legal en Holanda, los turistas pueden fumar, pero prácticamente ya no hay locales abiertos. Muchas patentes no fueron renovadas, otros se fueron lejos del centro y así, lentamente, han ido desapareciendo.
Pero el Consejo de Estado dijo que si bien prohibirle a los extranjeros fumar sólo en una ciudad era ilegal, sí se podía modificar la ley y ampliarlo a todo el país en vistas del orden público.
Así fue como a fines de junio, Opstelten vio la luz verde y, claro, aceleró. Su proyecto de ley, que busca instaurar un wietpass y prohibirle a los turistas comprar y fumar marihuana, ya está siendo redactado y cada tanto en la prensa se cuelan detalles que, como esas velas de cumpleaños imposibles de apagar, prenden una y otra vez el debate.
LA PELEA INVISIBLE
Según la carta del Grey Area, mi Casey Jones es una mezcla de marihuana thai, East Coast sour diesel y trainwreck. Todos nombres extraños que le dirán algo a un entendido, pero para uno que intenta fumar en una esquina, sin mucha suerte, es como echarles flores a los cerdos. Es muy fuerte y ya está. Es sólo un souvenir de Amsterdam, una pequeña bolsa de un gramo para armar un par de pitos por 14 euros y así poder tachar una tarea más en el listado eterno que imponen las dictaduras turísticas del no-puedes-perdértelo.
Pero casi 100 kilómetros al sudeste, caminando por las calles de Nijmegen, la ciudad más hippie y antigua de Holanda, las dictaduras valen poco. Son pocos los turistas que llegan hasta ese monte a orillas del Waal, un río navegable que luego se transforma en el Rin. Es la Holanda profunda. Tan profunda que está a menos de ocho kilómetros de la frontera alemana. Y en muchos casos no hay que hablar de turistas, sino de vecinos. Son alemanes desaliñados que viajan un par de minutos en auto o incluso en bicicleta, sobre todo por las tardes o durante los fines de semana. Pero los supuestos causantes de problemas, muchos de los viudos de Maastricht que fueron a parar allá, los revoltosos que teóricamente pondrían en peligro la sana convivencia y la paz pública, no parecen hoolingans con las pupilas dilatadas, sino estudiantes de computación.
Hace unos días en el Dakota, el coffee shop más famoso del lugar, un sitio que recuerda a un restaurant de paredes blancas bien iluminadas y no a un oscuro fumadero, varios muchachos alemanes prendían un Dakota Gold, la especialidad de la casa. Estaban echados en sus sillas, sin hacer nada. Sólo estaban ahí, a unas cuadras de la estación de policía, esperando lo que sea que se espere cuando se fuma marihuana con los ojos clavados en el techo.
Un par de horas después, dando vueltas por el centro de Nijmegen, paseando por otros coffee shops, caminando en medio de tiendas cerradas y callejones oscuros, buscando una pelea a combos lo suficientemente ruda como para cerrar este artículo con una escena magistral, la única imagen que se repetía era la de tipos delgados, con los pies estirados en una terraza, fumando, riéndose a ratos.
Pero eso fue hace días.
Ahora y ya de vuelta en Amsterdam, apago mi pito en un cenicero metálico y veo cómo dos turistas, sin saber si realmente caben o no, envueltos en una nube de humo que aún los recibe sin un wietpass, entran alegres al Grey Area.