Hubo fuga, hubo calculadora que funcionó a la décima de segundo y hubo sprint (y junto a las Arenas de Nimeño II y José Tomás ganó el tremendo Kristoff, la segunda victoria en el Tour del noruego, que aguantó sin temblar las intimidaciones y codos de Hulk Greipel, y sus pedaladas finales fueron golpes dolorosos contra el pobre neozelandés Bauer), pero la etapa no fue eso. Fue también una etapa maratón, de traslado, 222 kilómetros a casi 45 de media.
Dice un poeta que la lluvia de verano es silenciosa: las tormentas en el sur de Francia, no. La lluvia duele, resuena contra el asfalto, en las espaldas de los ciclistas que no ven un pimiento. Solo ven chorros de agua de las ruedas traseras que les rodean y les escupen. Dice un ciclista que esto es el Tour, que eso de etapas de transición es un invento de alguien que él nunca ha conocido, que en el Tour el día que no hay caídas, hay rotondas asesinas, y viento lateral en ráfagas, y diluvios. "No he visto una etapa tranquila en mi vida", dice el ciclista que viste de amarillo desde hace dos domingos y que se llama Vincenzo Nibali.
Aunque camino de Nîmes no hubo ni un repecho y Nibali es sobre todo escalador, el siciliano dejó a todos con la boca abierta cuando los BMC de Van Garderen, anticipando un cambio en la dirección del viento a la salida de un pueblo, abrieron hueco hasta que remontando desde el vientre del pelotón, en dos pedaladas Nibali se puso, fácil, a su altura.
En la sala de prensa siempre hay preguntas por el dopaje, y Nibali responde "Soy el portaestandarte del antidopaje". Y, así, por la puerta grande, y 15 controles pasados en 16 días, entra en la tercera semana, la que elige a los campeones.