En diciembre de 1988, las páginas de la American Historical Review albergaron un foro en el que cuatro académicos plantearon sus puntos de vista en torno al formato cinematográfico y sus posibilidades de ser un vehículo de los contenidos históricos. El principal de estos lleva la firma de Robert Rosenstone, quien se pregunta si en una época "en que la gente recibe crecientemente las ideas sobre el pasado del cine y la TV, de películas, docudramas, miniseries y documentales", no habría que reevaluar la "debilidad discursiva" del cine frente al formato escrito, que "naturalmente" se ofrece al historiador como aquél que corresponde a las ideas, permitiéndole elaborar abstracciones y secuenciarlas, también rebatir y criticar. Las imágenes en movimiento, nos dice, son capaces de sugerir la experiencia concreta de la vida cotidiana, consiguiendo así una reconstrucción empática del pasado.
Sin despreciar el poder de la palabra escrita, agrega, cada medio cuenta con modos únicos de representación: "Al favorecer la información emocional y visual sobre la analítica, las películas están alterando sutilmente -y de formas que todavía no sabemos describir ni sopesar- nuestro propio parecer sobre el pasado".
Autor de El pasado en imágenes, para Rosenstone han dominado en el cine dos aproximaciones al pasado: el "romance histórico" y el documental. El primero es mirado por encima del hombro, dados el adelgazamiento de la materia histórica y la sujeción a las convenciones de género (pero, ¿acaso la historiografía no es también presa de una serie de convenciones...?) La "no ficción", en tanto, suele aceptarse como una vía más exacta de representar el pasado, "como si de algún modo las imágenes llegaran sin mediación a la pantalla". Como si memoria e historia fueran la misma cosa.
Por ello, el académico e investigador del California Institute of Technology propicia una tercera vía para representar el mundo en imágenes y palabras, y no sólo en palabras. ¿Dónde hallarla? En obras como Carta de Siberia, de Chris Marker (1957), y Walker, de Alex Cox (1987), que funden experimentación, anacronismo y la coexistencia de conceptos diferentes del tiempo. Que valoran la imaginación y la conjetura.
Si bien ha sido testigo de un paulatino cambio de actitud de la cátedra respecto de estos temas y de sus abordajes, Rosenstone no se ha inhibido de criticar la actitud de quienes cuestionan lo que está fuera de su control. Y, en esta línea, hasta de ridiculizar pretensiones como las de Louis Gottschalk, de la U. de Chicago, en su famosa carta de 1935 al presidente de la Metro-Goldwyn-Mayer: "Ningún filme histórico debería ser exhibido sin que un historiador de valía haya tenido la oportunidad de revisarlo antes".
Los filmes, sentencia, son un símbolo inquietante de un mundo posliterario. En este espíritu, los historiadores harían bien en tomar la cámara y hacer historia con ella, en el entendido de que las convenciones metodológicas y narrativas no están escritas sobre piedra. Más aún, no sólo los historiadores profesionales merecen esta denominación: si para Peter Burke, por ejemplo, Andrzej Wajda, Miklós Jancsó y Robert Rossellini son a su manera historiadores, Rosenstone considera un amplio abanico, que va de Marker a Oliver Stone. ¿Por qué no? ¿Por qué no considerar, más allá de lo que diga la crítica o lo que denosten los académicos, que JFK (1992) es una obra histórica, en cuanto hace inteligible el pasado, invitándonos a discutir al respecto e incluso a reconsiderar el presente?.
*Fragmento del prólogo del libro Cine y visualidad: historización de la imagen contemporánea .