Hace meses que intento avanzar en Demasiada felicidad, de Alice Munro. También terminar los diarios de Pizarnik, darles fin a las últimas 20 páginas que me quedan del Pájaro que da cuerda al mundo, de Murakami, comenzar alguno de esos libros de Anagrama que descansan sellados en mi librero —como el aclamado Las chicas, de Emma Cline— o volver a empezar 2666, ese ladrillo inmenso de Bolaño del que intento hace años —y sin éxito— enamorarme. Los libros a veces me cuestan. Resulta paradójico porque tengo una librería y soy editora, pero es cierto, cuanto más cerca estoy de ellos más parecen alejarse de mí. Por mi trabajo toco y veo decenas de libros a diario. Hablo de ellos, escucho sobre ellos, leo sobre ellos. Los guardo apilados en cajas que cargo de un lado a otro de la ciudad para que otras personas los compren. Reviso sus títulos en un Excel, estudio sobre su materialidad, sobre el tiempo que les tomará llegar a destino. Conozco sus trucos, su sombra y sus máscaras; los enaltecidos por la moda, los que prometen aquello que jamás cumplen, los que desde el silencio guardan una esfera dentro de ti que dura para siempre. Amo los libros, pero el ritmo alienante de la rutina hace que olvide el sentido de las cosas; me pasa con los objetos, con los árboles, con las personas. Me voy separando de su verdadero encanto y de pronto me observo, mecánica, abordándolos desde lo superficial. Es el peso de la dualidad humana; la condena de relacionarte desde la materia cuando lo que quieres es entregarte a ese otro desde adentro, libre, en un vuelo sin cargas. Me cuestan; a veces llego a mi casa después de trabajar y no quiero saber nada de ellos. Siento cómo me observan quietos y a medio leer desde los estantes. No logro más que esquivarles la mirada y ocuparme en otra cosa.

Como quien maneja un puerto pesquero y pierde el deseo de nadar en el mar.

Borges decía que el libro era un objeto asombroso. Que, así como el microscopio es una extensión de la vista o el teléfono de la voz, el libro es una extensión de la imaginación y la memoria humana. Antes de que se convirtieran en mi trabajo era capaz de sumergirme en esa memoria sin oponer resistencia. Así leí desde la infancia y adolescencia —donde reina el tiempo y el desapego— libros simples y ligeros, otros potentes, oscuros y complejos, algunos sin más pretensión que la de entretenerme y otros más ambiciosos que muchas veces me quedaron grandes. Así recuerdo madrugadas de niña devorándome Las crónicas de Narnia o de adolescente absorbiendo la duda, desazón y sospecha de Demian, de Hesse, El extranjero, de Camus, o Una temporada en el infierno, de Rimbaud. Recuerdo el fin de semana en que me sumergí en La metamorfosis, de Kafka. Mi padre me lo había pasado y yo me rehusaba a leerlo, me creía muy grande como para leer la historia de un hombre que se convierte en un bicho. Jamás pensé que ese libro me enseñaría, desde lo inconsciente, lo que me hubiera tardado años entender desde la razón.

De pronto, sin darnos cuenta, entramos a otro ritmo. Las normas impuestas de la adultez nos ordenan, clasifican, estructuran, nos hacemos funcionales, con ello automáticos, entregamos nuestro tiempo y energía a vivir la vida desde su capa externa. Así me veo intentando a la fuerza leer algunas páginas entre semanas, para estar al día de las novedades, para poder opinar, saber, conocer al escritor del momento, al que se ganó no sé qué premio o fue destruido por no sé cuál crítico, mientras me voy amoldando más al traje de una mujer del negocio que de una amante de los libros. Así como me pasa con todo, me voy separando del alma de las cosas, de los otros, de lo otro, me olvido del sentido inicial, paso por alto lo único que importa, esa pequeña chispa que nos conecta con otro, con lo inentendible y profundo de la vida. Como dice una cita que me envió una amiga mientras intentaba inspirarme en este texto: "Leemos para saber que no estamos solos". Como le escuché decir a la escritora y autora de Quiltras, Arelis Uribe; los libros tienen la capacidad de salvarte la vida, son manuales para vivir, como si contuvieran dentro de sí las pistas de las cosas que nos van a suceder, como si dentro de ellos hubiera una voz que nos llamara a la calma, que nos recordara que somos todos parte de esta misma experiencia humana.

Afortunadamente existe un momento en que logro cortar con esa inercia. Unas semanas al año, cuando salgo de la ciudad, y a veces durante el fin de semana. Es el único momento en el que realmente me entrego con honestidad y de lleno a los libros, a todas las cosas. Acostada a la sombra, sobre la arena, en el pasto o en el sillón de mi casa, mientras impera dentro y fuera de mí un ocio subterráneo, olvido las modas, los rankings y el canon intelectual y simplemente dejo entrar aquello que los libros me quieren decir. Así, el verano pasado Verónica Gerber le puso palabras a la abismal ausencia que deja la desaparición de una madre con su novela Conjunto vacío. Así, el anterior, mientras intentaba escribir en medio de la selva valdiviana, Mario Bellatín me dio una clase magistral con Salón de belleza. Así, el último invierno dejé que la Bombal calmara mis demonios estacionales con la misteriosa naturaleza femenina de Islas nuevas y me iluminé con el estudio La vida secreta de los árboles, de Peter Wohlleben, al descubrir que el mundo vegetal era capaz de comunicarse, amar y cuidarse mucho mejor que los humanos. Así permito también, de vez en cuando, que la lectura del I-Ching me guíe sobre las mareas confusas de la vida. Y en un par de semanas, cuando comiencen mis vacaciones, dejaré nuevamente que mi cuerpo reciba de los libros todo lo que necesita para continuar. Que suelten la rigidez y la desconexión con la que surfeo los días durante el año. Que me obliguen a desprenderme de todo lo que sobra, que me enseñen, desde adentro, a zambullirme. Como dijo Kafka, que sean como un hacha y sepan romper el mar helado que habita dentro de nosotros.

*Catalina Infante es editora, escritora y una de las dueñas de Librería Catalonia.