Legalidad y responsabilidad política
El principio de legalidad no puede ser invocado como una defensa cuando ciertas leyes, importantes para la mayoría de la ciudadanía, se dejaron sin ejecución por falta de voluntad política.<BR>

TODOS sabemos que en Chile se ha lucrado en la educación superior, infringiendo el orden público. Las víctimas ya se cuentan por miles. El miércoles pasado le tocó al ex ministro Beyer pagar los costos de una práctica creada en dictadura, profundizada por la Concertación y llevada a sus extremos por el oficialismo.
Aquí no me interesa determinar si la acusación es un juicio político, un voto de censura o un procedimiento cuasi judicial; el objetivo es mostrar el argumento que podría justificar razonablemente el haber acogido esta acusación. Había razones para sostener una buena defensa, pero las cosas se terminaron complicando para el ex ministro.
Lo que ocurrió en el Senado puede explicarse por las respuestas imaginables a una antigua pregunta: ¿Cómo la actividad administrativa puede ser sujeta a derecho? La cuestión es si acaso había o no facultades para cumplir con el deber de fiscalizar un comportamiento prohibido por la ley, aunque la prohibición no sea del todo detallada como los fiscalizados quisieran. Es que a ratos la vaguedad con que se describe un comportamiento es una legítima técnica en manos del legislador, que al obligar a que las universidades se constituyan como corporaciones sin fines de lucro espera que haya un efecto inhibidor, que no haya resquicios para violar el objetivo de la ley.
La defensa sostuvo que el ministro no tenía facultades, y que por eso se está creando una superintendencia con esas competencias. Como se puede apreciar, lo que se encuentra detrás de esa tesis es el principio de legalidad: que no podía fiscalizar porque no existen atribuciones explícitas ni específicas al respecto. Ante esto, habría que darse cuenta de que los congresos desde hace mucho tiempo dejaron de hacer leyes dirigidas directamente a regular la conducta de los ciudadanos. La gran cantidad de leyes que se dictan van destinadas a la determinación de objetivos públicos, y la creación de potestades y medios para su cumplimiento. En efecto, bajo ese prisma, los órganos de la administración hacen frente a una realidad compleja que es muy difícil de abarcar por un catálogo detallado de atribuciones o potestades.
Hasta el momento, no se conocen sujetos sometidos a la fiscalización del Ministerio de Educación que hayan reclamado judicialmente por el ejercicio de potestades no cubiertas por una ley. Esa es una de las formas en que potestades generales van especificándose, corrigiéndose y complementándose. Pero también nuestras leyes suelen otorgar cláusulas generales de apoderamiento para que las autoridades políticas de turno, a cargo del ejercicio de funciones administrativas, hagan frente a una realidad que a veces suele ser esquiva.
Esa es la razón por la cual, en un sistema presidencial, el Poder Ejecutivo cuenta con la legitimidad política suficiente como para imprimirle la voluntad política necesaria al ejercicio de esas atribuciones.
En otras palabras, el principio de legalidad, o una lectura en extremo textualista de las potestades, no pueden ser invocados como una defensa cuando ciertas leyes, en extremo importantes para la mayoría de la ciudadanía, se dejaron sin ejecución por falta de voluntad política.
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