CUANDO SE trata de explicar la desconfianza que los ciudadanos tienen en las dirigencias de los partidos políticos, una causa que asoma de inmediato es la contradicción que se aprecia entre lo que dicen y lo que luego hacen. Uno de los mejores ejemplos de este fenómeno es la denominada "ley antidíscolos" -que fue dictada en forma apresurada y con escasa discusión- y que obliga a los afiliados a un partido a renunciar un año antes de una elección si pretenden ir en ella como independientes. Durante este mes de octubre por lo tanto, vencerá el plazo para que se materialicen las renuncias antes de las elecciones municipales, con lo que los partidos tendrán luego el poder para definir quiénes de sus militantes pueden ser candidatos.
En la práctica, esta ley entrega a los partidos el poder para evitar que sus militantes "vayan por fuera", porque en el año inmediatamente anterior a la elección el partido tiene el poder total para decidir quién será el candidato. La anticipación requerida para la desafiliación, además, permite al partido organizar la estrategia para defenderse del militante que renunció y pueda amenazar a sus candidatos.
La contradicción es evidente. Mientras por una parte se habla de mejorar la calidad de la política, ampliar la competencia y los "cauces de participación", por otra se establecen bloqueos competitivos y se entrega un poder totalmente discrecional a las dirigencias para dominar el acceso a los cargos. Tanto en esta modificación ya vigente, como en otras que se pretenden realizar ahora a propósito de una agenda anunciada como de mejoramiento de la institucionalidad, se perjudica abiertamente las posibilidades de que se presenten candidatos independientes.
Es ilustrativo que en la denominación común de esta norma se califique peyorativamente de "díscolos" a quienes pretenden simplemente competir como independientes, porque por una u otra razón no quieren seguir afiliados a un partido.