En su faceta nómade y menos rutinaria, Juan Antonio Loyola (49) es la voz sin rostro que los pasajeros de un avión oyen al inicio y al final del vuelo, saludando y entregando detalles sobre las condiciones climáticas y la hora de llegada. La suya es una voz de timbre juvenil que transforma a ratos para darle la nota de formalidad. Es capitán de aeronave de un Airbus 320 que transporta a 168 pasajeros y, como tal, el responsable de todo lo que acontezca durante el despegue, el recorrido y el aterrizaje del avión.
Loyola ama volar. Entró a la Fuerza Aérea en 1979, a los 17 años, y desde 1988 es piloto comercial. Su pasión arranca con las revistas de historietas que devoraba siendo niño y que coleccionó hasta bien adulto. Comandar un avión tiene, para él, algo de ese matiz emocionante y aventurero. Llega de madrugada al aeropuerto, con la gorra puesta, los zapatos bien lustrados, el traje azul marino sin una arruga y con las cuatro charreteras sobre los hombros que avisan su rango. Como único equipaje de mano, una escobilla de dientes.
En una mañana va y vuelve de Santiago a Calama, llega un sábado a Buenos Aires y regresa el domingo, días después parte a Lima o a Punta Arenas. A fines de cada mes se entera del plan de vuelo de los 30 días siguientes, que nunca es el mismo, al igual que su tripulación.
En su faceta sedentaria y más tradicional, este mismo piloto es un abogado con casi 15 años de ejercicio, que se dedica a la confección de escrituras: arriendos, compraventas y herencias. En su oficina en Temuco dominan la escena un escritorio amplio, sobre el cual reposa un Código Civil -con papelitos amarillos marcando las páginas- y un estante lleno de libros empastados. Aquí no usa uniforme, pero se viste formal, excepto los viernes, día en que siempre se saca la corbata.
En la pared de su oficina, además del título de abogado, cuelga una foto que lo resume todo. El paso del tiempo la ha vuelto sepia, pero ahí está el piloto, con uniforme de combate, el casco en el suelo y un A-37 de fondo. Es de 1983, cuando el nombre de Loyola era "Láser" y estaba en la Fuerza Aérea. Ahí probó todo: los aviones de combate en Iquique, la vida más tranquila del Grupo 10 en Santiago, la instrucción. Alcanzó el grado de subteniente y decidió irse a la aviación comercial: para volar más y conocer otros ambientes.
Hoy se la pasa entre el cielo y el suelo, entre ciudades, entre cartillas de navegación y escritos judiciales, en una doble vida que sólo hace cuatro años transcurre sin sobresaltos e interrupciones. Lo suyo con la aviación es como esos amores difíciles que se abandonan, se retoman y nunca se olvidan. No puede dejar de volar, pero hubo un tiempo en que tuvo que hacerlo.
Cuando daba los primeros pasos como piloto comercial, Loyola vivió uno de los peores accidentes de la aviación chilena: el del Lan BAE 146-200, que el 20 de febrero de 1991 aterrizó en el aeropuerto de Puerto Williams y siguió de largo por la corta pista, resbalosa por la lluvia y granizo, hasta precipitarse en el Canal Beagle con sus 73 pasajeros. El avión se hundió en cuatro minutos. Murieron ahogados 20 pasajeros, principalmente estadounidenses que iban de paso hacia la Antártica. Loyola era el copiloto de esa nave. Tenía 31 años. Nunca antes había ido a Puerto Williams, nunca tampoco ha regresado. Estuvo obsesionado y traumado. Dejó de volar tres veces y la pausa más larga duró casi una década. En el intertanto, se convirtió en abogado. Vive en Temuco, la única ciudad del mundo donde existe lo que él llama "mi casa", que comparte con su hijo mayor, de 23 años, y el bulldog Beef. Ahí está también su oficina.
Cada 15 días viaja a Santiago para hacer de piloto de media jornada, lo que implica unos 10 días volando, y para visitar a sus hijos menores, los mellizos de 20 años, que viven con su madre, de la que está separado hace cuatro años.
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A segundos del final impensado y trágico del vuelo Lan BAE 146-200, el piloto Loyola formuló una pregunta a gritos: "Pero, ¿por qué?". El avión recién aterrizado devoraba la pista y corría derecho a hundirse en el Canal Beagle. Eran las 16.24. Loyola salió nadando por la punta del avión, después de liberarse del cinturón de seguridad que se le había atascado. No sentía frío ni miedo. Nadó 80 metros hasta la playa de Puerto Williams, vestido, con zapatos y con la jefa de cabina colgando de la espalda. Desde ahí miró la increíble escena: el avión que se mecía de un lado a otro, los pasajeros subidos a las alas tratando de salvarse, otros manoteando en el agua. Puerto Williams es una base naval. En minutos, el canal fue invadido por botes de rescate y patrulleras. No faltó mucho para que los cuerpos empezaran a ser depositados en la playa.
Recién en la noche, Loyola pudo comunicarse con su familia, que se había enterado del accidente por televisión. Su mujer estaba embarazada de seis meses de los mellizos y su hijo mayor tenía tres años. Lloró delante del equipo de radio de Puerto Williams para decirle a ella y a sus padres que estaba vivo.
Lo demás vino muy rápido. Un día después del accidente, sin más daño físico que un rasguño en la pierna, Loyola llegó a Santiago. El 26 de febrero declaraban todos ante el fiscal de aviación y, al mismo tiempo, la Dirección de Aeronáutica abría su propio proceso administrativo. Los interrogatorios fueron duros, centrados en la figura del comandante Rafael Acchiardo, responsable final del vuelo, quien sostenía -y lo dice hasta hoy- que los frenos fallaron por culpa del impermeabilizante que habían puesto en la pista. En el proceso, Loyola se sintió acosado y humillado, como si lo ocurrido hubiera sido también su culpa.
-Sentí que nos trataron como a delincuentes. Cuando nos entrevistaban, el fiscal decía que los pilotos estábamos libres "por ahora".
Quedó suspendido, sin volar por seis meses, mientras duraba la investigación militar. Antes de empezar ese período forzoso decidió hacer un viraje brusco: en marzo de 1991, a pocas semanas del accidente, se matriculó en la Universidad Bolivariana de Santiago. Derecho fue la elección natural. Siempre le había rondado -incluso pensó en postular cuando estaba en la Fach- y le venía por herencia de sangre: su padre es notario y su madre, fiscal de la Corte de Apelaciones de Temuco.
Loyola se matriculó con la rabia del accidente. Cuando en septiembre de 1991 finalizó la suspensión, retomó de inmediato su vida de piloto, sin dejar los estudios. Corría todo el día: volaba temprano y en la tarde iba a clases. Pero algo no estaba bien. El avión era el mismo Lan BAE que había conducido antes del accidente: de cuatro motores, ideal para tramos cortos. La ruta Santiago-Coyhaique-Santiago se la sabía de memoria. Era él el que estaba distinto.
-Me sentí raro altiro. Cuando iba a aterrizar o enfrentaba una turbulencia, se me apretaba el estómago. No me sentía bien, estaba tenso y nervioso.
Loyola le daba vueltas a esa incomodidad y sumaba la caída en el Beagle a otros hechos del pasado en que también estuvo cerca de morir. Era marzo de 1984 y volaba aviones de combate de la Fach en Iquique, cerca de la frontera con Bolivia. Iba pegado al suelo cuando entró en un sector de nubosidad. Le costó elevar el avión y estuvo cerca de estrellarse contra un cerro, pero logró ascender. Se sintió salvado, pero faltaba lo peor: a fines de ese año recibió un tiro calibre 38 debajo de la oreja izquierda, un balazo que se le escapó a tres metros de distancia a un compañero que manipulaba su arma. Para sacarle la bala tuvieron que operarlo.
Le pareció que ambos incidentes eran una señal: pese a que lo habían destinado a los legendarios Hawker Hunters (hoy piezas de museo), pidió el traslado al Grupo 10 en Santiago y empezó a volar, sin nostalgia de aventura, los más tranquilos aviones 99 Alfa.
La inesperada caída al mar en Puerto Williams removió esas experiencias extremas. En marzo de 1992, seis meses después de haber vuelto a volar, fue a Operaciones de Lan y dijo que tenía miedo, que no se sentía preparado para comandar un avión. Empezó un tratamiento siquiátrico con un especialista del Centro de Medicina Aeroespacial. Otros seis meses suspendido. Iba una vez a la semana a terapia y siempre dejaba las sesiones con la sospecha de que no le servían, pues era un tratamiento en el que poco y nada se hablaba del accidente y él necesitaba ahondar ahí: revivir el hecho, detenerse en detalles y resolverlo de otra manera. Hubiera estado dispuesto incluso a ser hipnotizado.
En septiembre, lo dieron el alta y regresó a volar, aunque sabía, en lo íntimo, que no estaba sano. Dormía mal y despertaba con los dientes tan apretados y la mandíbula tan dolorida que en poco tiempo necesitó usar una placa especial. Pensaba mucho en sus hijos, y en lo que sería de ellos si a él le ocurría algo. Luchaba todos los días para que esos pensamientos no lo paralizaran mientras iba en el avión. Despegaba, aterrizaba, atravesaba nubes y enfrentaba turbulencias sin abandonar nunca un vuelo. Los otros pilotos le decían que no podían creer que siguiera volando. Pasaron cuatro años.
Durante su entrenamiento para convertirse en capitán, el avión en el que iba perdió una parte de un ala y ésta fue tragada por el motor. El sonido fue horroroso. Loyola y el instructor saltaron en sus asientos. Tuvo que respirar profundo para calmarse. Cuando ascendió a capitán, en 1995, pensó que se iba a sentir mejor: iba a poder tomar decisiones y encargarse de todos los aspectos del vuelo. Pero la presión fue peor. Voló en ese cargo durante un año, sin jamás disfrutarlo. Volvió a hablar con Operaciones. No quería seguir volando. Empezó otro período de evaluaciones médicas y siquiátricas, al término del cual hubo un diagnóstico: depresión endógena, incompatible con el rol de piloto.
Loyola perdió su licencia en diciembre de 1996. Entonces, se aferró a su título de abogado, obtenido un par de meses antes. Durante nueve años se dedicó a ejercer el derecho en Temuco, como un tranquilo abogado de provincia que iba de la oficina a la casa y vivía cerca de sus padres. Durante ese tiempo no voló ni una sola vez, ni siquiera de pasajero.
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Juan Antonio Loyola se echa hacia atrás, pasa los brazos sobre la cabeza y suspira cuando se le pregunta qué le gusta de volar. Le es difícil entrar en descripciones.
-Me gusta todo. Tomar decisiones, analizar los vuelos, planificar, estar alerta, el contacto con los pasajeros que dependen de uno. Volando, uno es consciente de la importancia de hacer las cosas bien.
Pasó mucho tiempo antes de que se permitiera la nostalgia. Se instaló en un despacho en la notaría de su padre, armó su cartera de clientes, se hizo conocido y disfrutó de la rutina de horarios estables, supermercado y deportes. Al mismo tiempo, decidió que él mismo era quien debía tratarse. Compró manuales de siquiatría y libros de práctica forense para averiguar sobre el estrés postraumático.
- Me empecé a sanar solo. Creo que tengo una mente fuerte y porque, al analizar el accidente, pude sentir que nunca tuve culpa en lo que pasó.
En 2000, viajó con su hijo mayor en un Boeing 727 que hacía escala en Concepción. Se sintió tranquilo y disfrutó repasando las características del vuelo, como si él fuera en la cabina. Ahí se dio cuenta de que estaba apto para volver, pero ahora tendría que dar la pelea. El primer paso era recuperar la licencia.
-No podría haber estudiado una carrera y haber sido destacado en el trabajo con depresión endógena. Era imposible.
Expuso su caso en la Dirección General de Aeronáutica Civil en 2004. Obtuvo cuatro certificados médicos de distintos profesionales -civiles y militares- que acreditaban que lo suyo no era depresión endógena, tras lo cual recibió el alta médica. En 2005 recuperó su licencia. Su primer vuelo como capitán renacido fue en Aerolíneas del Sur, el 10 de octubre de 2005, y lo recuerda con una sonrisa.
-Temprano en la mañana volví a ponerme uniforme. El vuelo era Santiago-Iquique-Antofagasta, y de vuelta a Santiago. Iba con un amigo de copiloto. Se sintió bien. Cuando aterricé de vuelta y fui a la oficina de Operaciones, los otros pilotos me mechonearon como si hubiera sido la primera vez. Quedé con el pelo tijereteado. Mi familia, que había viajado desde Temuco, me esperaba en el aeropuerto. Fue perfecto.
En 2007, volvió a Lan como capitán, con lo que cerró el ciclo que había dejado inconcluso. Nunca pensó dejar el derecho. En el camino, se había apasionado también con la carrera que le sirvió de escape y bastón, en especial con las causas laborales y familiares.
Cuando se cayó el Casa 212 en el archipiélago Juan Fernández, en septiembre pasado, él estaba en su casa en Temuco. Su actual pareja, que es jefa de cabina en Sky, lo llamó para contarle. Los recuerdos volvieron de inmediato y, junto con ellos, la necesidad de ser cauteloso y de esperar más información para opinar. Lo sabe, porque lo vivió en carne propia.
-Un accidente de aviación es muy complejo. Lo peor es opinar si no se han determinado las verdaderas causas. Es lo mismo que decir que el teniente Mallea fue un mal piloto, porque en un momento de su formación tuvo malas calificaciones.
Como legado, el accidente de Puerto Williams le hizo extremar su actitud cautelosa frente a situaciones que, según él, podrían desencadenar accidentes. En esto no está dispuesto a transar, tanto así que en mayo pasado fue despedido de Lan, su casa histórica. No se presentó a volar y lo hizo a propósito: estimó que su período de servicio de vuelo estaba excedido, al igual que el tiempo de descanso compensatorio, y que eso era faltar a la ley. La empresa demandó incumplimiento grave de obligaciones. Loyola demandó de vuelta. Después de un proceso judicial que concluyó en conciliación -la jueza del 2°Juzgado Laboral de Santiago encontró que el tema de las horas de vuelo y el período de servicio era "bastante enredado"-, fue indemnizado por 15 millones de pesos. No fue la victoria esperada. El quería que un juez le diera la razón y sentar un precedente.
-Creo que se está volando mucho. Vuelos de entre 12 y 14 horas diarias. Llegas tarde y te pueden volver a sacar. A mí me preocupa que eso afecte la seguridad, pero yo tengo mi conciencia tranquila.
Ahora vuela media jornada en Sky. Muestra una imagen grabada por su Iphone hace dos semanas: la Cordillera de los Andes, nítida bajo un cielo azul. Iba a Buenos Aires y esa, según él, es la vista desde su oficina. No se imagina de piloto comercial por muchos años más, lo que no significa dejar de volar. Con su actividad como abogado espera financiar el arriendo de un avión -sólo por gusto- o, por último, de un simulador de vuelo, en el que, dice, se pasa casi tan bien.