La cancha de básquetbol se ubica al costado de una autopista de Brooklyn por la que transitan miles de autos diariamente. Nicolás Jaar (26) intenta levantarse temprano para adueñarse de una canasta y así jugar un rato. Nadie lo acompaña; practica solo. Después de entrenar, regresa a su departamento, se sienta en el suelo, cierra los ojos y medita por 45 minutos. Uno de sus ejercicios habituales es contar en voz baja hasta 333. La costumbre se inició hace un par de años, cuando vio a un amigo rapero contar uno por uno los adornos en sus trenzas. Sin saber bien por qué, comenzó a contar a la mañana siguiente y no ha parado de hacerlo hasta ahora.
Habitualmente, Jaar dedica casi todo el resto del día a componer música electrónica, la actividad que le permitió alcanzar renombre global y ser ungido como “niño prodigio” del género. Por estas fechas, esa rutina ha cambiado. El lanzamiento de Sirens, su segundo álbum de larga duración, lo obliga a participar de actividades promocionales y a planificar una gira mundial que el próximo año lo volverá a traer a Chile, la patria de sus dos padres: la bailarina y diseñadora Evelyne Meynard y el ganador del Premio Nacional de Artes 2013, Alfredo Jaar.
Tal como ocurrió con lanzamientos anteriores, como Space is only noise (2011), la serie de EP’s Nymphs (2013-2015) y Pomegranates (2015), Jaar ha recibido elogiosas críticas de sitios especializados como Pitchfork y otras buenas reseñas de The Guardian y Rolling Stone. Su música experimental, marcada por un sonido delicado y de pulso templado, le ha valido miles de seguidores en el mundo, pese a ir a contrapelo de las tendencias más populares de la electrónica, caracterizadas por ritmos frenéticos. De acuerdo a los datos de Spotify, casi 400 mil usuarios escuchan sus canciones cada mes.
Para Sirens -título que alude tanto al canto de las criaturas de la mitología griega como al sonido de una emergencia-, Jaar incorporó un discurso más político a la música que lleva desarrollando desde hace más de una década. La intención se hace evidente desde el arte del disco hasta las letras. La carátula muestra una fotografía de Times Square en la que destaca un letrero de neón que proclama “This is not America” (“Esto no es América”) delante del contorno del mapa de Estados Unidos. Se trata de una antigua instalación de su padre, Alfredo Jaar, denominada “A Logo for America”. La imagen está acompañada por la leyenda “Ya dijimos no, pero el sí está en todo”. Estas palabras vienen de la letra de la canción “No”, el cuarto tema del álbum y una clara referencia al plebiscito de 1988 que sacó de La Moneda a Augusto Pinochet. Jaar sacó la idea de su última visita al país, cuando conoció el Museo de la Memoria y habló con familiares y amigos de la contingencia sociopolítica.
“¿Ustedes todavía sienten la presencia de Pinochet? Lo encontré muy simple, pero lo siento cada vez que voy a Chile. También lo siento en Estados Unidos y en Londres. Ya dijimos no a (Ronald) Reagan acá y está en todas partes; ya dijeron no a (Margaret) Thatcher y está en todas partes. Vivimos en ese mundo”, dice Jaar.
Al teléfono desde EE.UU., el músico se maneja con soltura en el castellano, su lengua madre, aunque ciertas palabras se le escapan después de 16 años como neoyorquino. El acento chileno prácticamente ha desaparecido, pero a la luz de sus últimas creaciones, el interés por sus orígenes parece ir aumentando.
Uno
No recuerda mucho y no está seguro por qué. Se le aparecen escenas inconexas que transcurren entre Las Condes y Vitacura, junto a su madre y abuelos maternos o jugando fútbol con sus compañeros del Lycée Antoine de Saint-Exupéry, la Alianza Francesa. Lo único que Nicolás Jaar entiende es que antes de irse de Chile, a los nueve años, no lo estaba pasando bien. “Le costó la situación del colegio, porque no había niños de padres separados. No sé si eso ahora ha cambiado, pero Chile tiende a ser una sociedad bastante tradicional y eso lo ponía en una situación de rareza”, comenta su mamá, Evelyne Meynard (58).
Jaar reconoce que la separación de sus padres, cuando él tenía tres años, lo marcó profundamente y dejó una idea de “separación y distancia” que se puede percibir en su música hasta hoy. Ese quiebre lo obligó a acompañar a su madre de vuelta a Santiago desde Nueva York, su ciudad natal. La estadía se extendió desde 1993 a 1999.
¿Te sentías extraño en Chile?
Yo me siento extranjero en todas partes. Tuve educación francesa en Chile, luego también acá en Nueva York y después fui a una universidad americana. No siento que venga de algún lugar. La verdad es que Chile, EE.UU. y Francia han sido importantes para mí, pero no me siento más de un lugar que de otro. Me siento tan americano como chileno.
La noticia del reencuentro de sus padres simbolizó una nueva etapa para Jaar. No solamente recuperaba una relación con su papá, que había estado circunscrita a vacaciones de verano en lugares como Río de Janeiro o Isla de Pascua, sino que comenzaba a desarrollar una nueva identidad. Jaar fue matriculado en el Lycée Francais de Manhattan, donde también estudiaron el ex primer ministro francés Dominique de Villepin, el vocalista de The Strokes, Julian Casablancas, y la escritora de novelas románticas Danielle Steel. Nunca se sintió más chileno que en sus primeros días de clase allí. También descubrió que había pasado de ser el peor jugador de fútbol de su curso en Santiago al mejor de su escuela formativa en Nueva York.
Los intereses artísticos del joven Jaar se profundizaron en Nueva York, aunque no eran nuevos. Según su madre, cuando era más chico acarreaba una cámara fotográfica desechable para capturar las escenas . También se había hecho aficionado al dibujo de edificios luego de un viaje a Barcelona. Sin embargo, al llegar a Estados Unidos comenzó a inclinarse por la música. Meynard piensa que la fama de su padre como artista puede haber tenido alguna influencia. “Nico siempre miró con algo de sospecha las artes. Tener como papá a Alfredo Jaar es un desafío para cualquiera”, argumenta.
Para el propio Jaar la pasión por la música tuvo más que ver con la influencia del hip hop que escuchaba en la radio: Notorius B.I.G., Nas, Jay-Z, The Neptunes y su favorito, Tupac Shakur, cuyas letras imprimía para memorizarlas. Este género le serviría como puerta de entrada a la electrónica.
Siempre interesada en estimular la creatividad de su hijo, Meynard decidió llevarlo a clases de interpretación de piano en el Lincoln Center. Ella sentía que el niño tenía una sensibilidad musical desde pequeño, cuando lo veía reaccionar a la música de algunos de sus compositores preferidos, como John Cage o Erik Satie. Su entusiasmo duró pocas clases.
“Siempre disfruté tocar el piano sin cachar nada, ver lo que podía hacer, los sonidos que podía sacar. Las clases no me gustaron. Cuando entendí que había notas que funcionaban bien con otras, empecé una educación más privada. Lo quería hacer yo solo”, asegura Jaar.
Por esa misma época, para la Navidad de 2003, con 13 años, Jaar acompañó a sus padres al estudio de un fotógrafo en Santiago. De fondo sonaba Tiga, un DJ canadiense. “Recuerdo que yo pregunté: ‘¿Qué es esto?’. Nunca había escuchado algo así. Era Tiga. Me compré el disco, o quizás no lo compré, pero me llegó y lo escuché mucho. No entendía de dónde venía esta música, no sabía que la gente bailaba con ella, pero me gustó mucho”, relata Jaar.
Su cumpleaños se celebraba unas pocas semanas después, así que aprovechó de pedir de regalo un par de discos de electrónica. Su padre fue a una tienda en Providencia y pidió lo más “experimental, inteligente y bello” que tuvieran en ese género. Después de un par de consultas, el vendedor le trajo el The Au Harem D’ Archimede, de Ricardo Villalobos, un DJ chileno radicado en Alemania; Vocalcity, de Luomo, y otro de Ritchie Hawtin. La obsesión por la electrónica comenzó ahí, con el sello que lanzaba a Villalobos en Berlín (Perlon) y los arreglos de Rashad Becker, su productor estelar.
“Nicolás ya había empezado a hacer música experimental en su Mac -cuenta Alfredo Jaar (60)-. Había desarrollado una gran curiosidad por un tipo de música experimental. Acababa de pasar de Garageband a Reason, un software mucho más complejo, y estaba creando construcciones musicales que yo encontraba impresionantes para un chico de 14”.
Según Meynard, la adolescencia de su hijo fue una etapa de “creatividad incontenible”. Destinaba sus ratos libres a hacer música y a leer. Las paredes de su pieza estaban repletas de ruedas de bicicleta que Jaar recogía en la calle y luego colgaba, mientras que el suelo estaba lleno de cables que iban de su computador a una mesa de sonido y a otras máquinas. El orden del departamento también sufría. Cierto día, sus padres llegaron a casa y encontraron toda la comida afuera del refrigerador y un montón de libros adentro. Se trataba de un proyecto fotográfico para la revista literaria del colegio. Fue una forma muy molestosa y divertida de expresar su rebeldía”, dice su madre.
Sus padres no se enteraron de los avances de su hijo con su música hasta que ya estaba listo para grabar su primer EP. Meynard agrega: “Hay que entender a Nicolás desde la perspectiva de ser el hijo de un señor muy reconocido. Era importante para él crearse un camino propio y que no dijeran ‘logró esto por ser el hijo de’. ¿Qué hizo? Nos dejó a los dos, a mí y a Alfredo, fuera de esto”.
Dos
“De la nada, de ninguna parte, 2007 me trajo una nueva canción favorita”, escribió el crítico musical Sean Michaels en su blog “Said the Gramophone” (“Dijo el gramófono”). Unos días antes había recibido un correo de un joven artista neoyorquino de 17 años que se hacía llamar “NICO” con una canción adjunta. Se trataba de Little Stone. Michaels quedó impresionado y escribió la primera reseña en la carrera de Nicolás Jaar, tal como anteriormente lo había hecho con una pequeña banda de su ciudad (Montreal) llamada Arcade Fire. “Parece una canción primero soñada y luego creada (...). Le daría el latido de mi corazón a este hombre para que encontrara el contrapunto”, prosiguió Michaels, quien luego mantuvo correspondencia con Jaar.
“La voz era adolescente, pero me llamó la atención la sofisticación del sonido, la atmósfera. Creo que es justo decir que es uno de los músicos más interesantes de la actualidad, por su sentido de memoria, por cómo logra evocar cierta nostalgia y emociones escurridizas”, comenta Michaels, hoy convertido en novelista.
En Nueva York, Jaar comenzó a enviarle sus pistas a diferentes sellos. Wolf and Lamb respondió con interés y lo invitó a poner música en vivo en Williamsburg, el barrio de moda en Brooklyn, aunque todavía era alumno de secundaria. Le ofrecieron grabar un EP que pasó a llamarse The Student (“El estudiante”). Varios más siguieron, todos marcados por ritmos más pausados en comparación con la electrónica que sonaba en la radio. Al tiempo, Jaar decidió establecer su propia discográfica, bautizada como Clown and Sunset.Con ella lanzaría, en 2011, Space is only Noise, su primer LP y el trabajo que lo puso a la vanguardia de la electrónica norteamericana junto a James Blake. El disco sonaba a la mitad de la velocidad de sus contemporáneos.
“El riesgo siempre me ha emocionado. El riesgo en 2011 era hacer música de 90 bpm (pulsaciones por minuto), súper lenta, pero ahora ya no es así. Los ejecutivos bancarios ahora quieren ir a un festival con música rápida y luego a una sesión de chill out. Hoy esa música tiene tanto que ver con el capitalismo y el exceso como cualquier cosa”, opina Jaar.
El álbum le permitió a Jaar salir de gira por toda Europa. Aprovechó las vacaciones de sus estudios en Literatura Comparada en la Universidad Brown (a cuatro horas de Nueva York) y cruzó el Atlántico. Se había convertido en el nombre de moda en el circuito más sofisticado de la electrónica. Para no estancarse, quiso incorporar instrumentos a sus actuaciones en vivo. Uno de sus amigos músicos en Brown, Will Epstein, le recomendó sumar al guitarrista Dave Harrington, otro ex estudiante de Brown. Durante ese verano europeo, ambos establecieron una sociedad musical que desembocaría en Darkside, el otro proyecto más popular de Jaar. Juntos lanzarían el disco “Psychic” en 2013.
“Nos llevamos bien desde el principio, porque ambos somos improvisadores, no nos gusta hacer lo mismo dos veces. Fue algo que fluyó muy bien, divertido y fácil. Nico es un pensador de la música y del arte. En un comienzo, trabajar con él fue como tomar un curso intensivo en electrónica”, cuenta Harrington, que venía del ambiente del jazz y el rock.
En diciembre de 2011, Jaar tocó por primera vez en Chile, en el festival Mutek que se realizó en el Centro Cultural Gabriela Mistral. Tocó un set como cabeza de cartel del evento y luego improvisó en medio de un conversatorio con el DJ chileno Vicente Sanfuentes.
¿Recuerdas algo en particular de esos shows?
Cuando hice esos dos shows me di cuenta de que cuando vuelva tengo que hacerlo en un lugar donde le vaya bien a mi música. Entonces, por eso no he vuelto, sólo porque quiero hacerlo bien cuando vuelva.
El periodista de Rock & Pop y DJ del dúo Román y Castro, Nicolás Castro, se acuerda de esas actuaciones: “No contaría Mutek como una venida oficial. Lo iba a entrevistar y él se excusó diciendo que tenía más afanes familiares en esa venida y la única forma de ver su show era pagar un abono por todo el festival, que valía 45 mil pesos, y eso hizo que mucha gente desistiera de ir, no por falta de ganas, sino que por falta de plata. Además, lo pusieron a abrir en una noche donde había otros cinco artistas y lo hicieron tocar 30 o 45 minutos, por lo que no me parece que se pueda decir que Nicolás Jaar estuvo en Chile, sino que fue una visita fallida”.
Jaar terminó sus estudios universitarios al tiempo que emprendía nuevos desafíos, como componer música para películas. Comenzó casi por casualidad. Aunque originalmente trabajaba en un EP titulado Esoteric Work, un amigo que lo escuchó le dijo que los temas pegaban muy bien con una vieja película armenia de 1969 llamada The colour of pomegranates (El color de las granadas). La idea le hizo sentido a Jaar después de ver la película, por lo que decidió renombrar el álbum como Pomegranates. “Me daba miedo sacar ese disco sin un contexto, porque era música un poquito más difícil de lo que había hecho hasta ahora, así que quería darle un contexto más fácil”, explica el artista.
El director francés Jacques Audiard vio ese trabajo y lo contactó para trabajar en Dheepan, su última cinta, que relata la historia de tres refugiados tamiles en París. El filme ganaría la Palma de Oro en Cannes 2015. El trabajo fue exigente, pues Audiard rechazó muchas de las piezas enviadas por el músico, pero Jaar asegura sentirse afortunado de haber tenido esa experiencia.
Por esa época, Jaar regresó a la casa de sus padres desde la universidad, mientras buscaba un lugar en Brooklyn. Aunque las agendas de ambos siempre han sido complicadas de conciliar, ese tiempo le permitió estar más cerca de su padre. “Escuchamos música juntos, es súper crítico y analiza cada nuevo CD que adquiero. Pero quizás lo que más me apasiona son esas largas conversaciones más bien filosóficas sobre el estado actual de la cultura norteamericana”, dice Alfredo Jaar, quien ha ido junto a su esposa a los conciertos más especiales de su hijo, como el que dio en la Filarmónica de Hamburgo, en el Barbican de Londres o en el Trianon de París.
“Para mí es una experiencia indescriptible, estoy más tenso y más nervioso que cuando yo mismo inauguro mis exposiciones más importantes. Luego me calmo y termino gozando, pero siempre salgo trastornado: ver a mi hijo creando en vivo antes miles de personas es algo que no tiene equivalente”.
Tres
En los últimos años, el número 3 comenzó a tomar un extraño significado para Jaar. Empezó a titular canciones con frases como Three sides of Audrey o Three sides of Nazareth y puso un triángulo en su página web que agrupaba sus últimos trabajos: Nymphs, Pomegranates y Sirens. “Empecé a pensar en tres, siempre había pensado en dos, un lado y el otro, pero finalmente comencé a pensar en tres, lo que me ha ayudado como artista. Sé que es vago lo que estoy diciendo, pero siempre pensé en dualidad, y cuando empecé a pensar en tres me abrió las puertas”, explica el compositor, que observa en el número 3 el reflejo de su núcleo familiar y de la cultura de las tres naciones involucradas en su formación, Estados Unidos, Francia y Chile.
El próximo año Jaar realizará su tercer show en el país. Será parte de la gira promocional de Sirens, el álbum que fue estrenado mundialmente esta semana. No podía ser de otra forma, dadas las referencias políticas a Chile presentes en el disco. “Ya no estoy pensando en las mismas cosas y estoy en un lugar distinto, en el que me interesa más el mundo afuera de mí y menos mi mundo emocional”, reconoce Jaar.
El arte de tu papá siempre ha sido muy político. ¿Te estás poniendo al día con eso?
No lo sé. Yo empecé a hacer música, porque era algo que la gente podía entender sin contexto. Te gusta la canción: ¿Sí o no? No tienes que hacer toda una presentación para saber si te gusta. Ahora el contexto es importante para mí. No lo era cuando empecé a hacer música. Yo hacía música para escapar; ahora pienso que no podemos escapar.
Con 26 años, Jaar ha subido la apuesta y se pregunta si desde la música electrónica, un género que percibe cada vez más comercial, puede tener un impacto cultural duradero, como lo hicieron en su momento dos de sus ídolos musicales: Bob Dylan y Víctor Jara. Con Sirens, el músico mira en esta dirección por primera vez; al complejo presente del país donde vive y al pasado del país de donde viene, que ocupa permanentemente uno de los tres lados de su mente.