"Terminar una serie no es algo natural. Nadie está feliz al respecto", dijo Matthew Weiner la semana pasada a  The New York Times. En el último mes, el creador de Mad Men ha tenido que lidiar con las expectativas de la legión de críticos alrededor del mundo que considera a su serie, tras siete temporadas, una obra de arte televisiva sólo comparable a Los Soprano o Breaking Bad, y los miles de fanáticos que han teorizado sobre cómo Don Draper (Jon Hamm), el más guapo, torturado y brillante publicista de Madison Avenue en los 60, se despedirá de la pantalla.

¿Será un simple fundido en negro, que tenga a los espectadores hablando y arrancándose los pelos de la cabeza diez años después, como sucedió con Tony Soprano? ¿O Don Draper finalmente se entregará a la muerte, de la que escapó ya una vez, y caerá al vació desde un rascacielos como muestra la introducción de la serie? ¿Será American Pie la canción que corra con los créditos finales?

Weiner también habló sobre cumplir expectativas: "No siento que le deba nada a nadie. He tenido la suerte de que los espectadores nos han invitado a su hogar, pero nosotros también hemos cumplido con nuestra parte del trato. De verdad lo hemos hecho, y hemos hecho un esfuerzo tan grande para sorprender y deleitar y mover la máquina que cuenta la historia".

El final de Mad Men, que se exhibe esta noche por HBO -y que se transmitió anoche en Estados Unidos- quizás es menos importante que el resto: en 92 capítulos, Weiner y su equipo se hicieron cargo de la década más convulsionada de EE.UU., explicando a través de su irónica revisión el presente, y de paso, semana a semana, hicieron al espectador reflexionar sobre el sentido de vivir. Con una de las más cuidadas estéticas y una brillante dirección de arte, Mad Men revivió el pasado para entender el presente de un país donde a los hombres y mujeres se les promete que siempre pueden partir de cero y triunfar. Nadie les advierte que, como dice Draper, la felicidad es "lo que sientes antes de que necesitas más felicidad".

"Naces solo y mueres solo y este mundo sólo arroja un puñado de reglas encima de ello para hacerte olvidar ese hecho. Pero yo nunca me olvido. Yo vivo como si no hubiera mañana, porque no hay un mañana", decía Don Draper ya en el primer episodio, siete temporadas atrás. Ese primer Draper, de 1960, no sólo se ve más fresco y confiado que el que dejaremos hoy, ya en 1970, sin dos divorcios, un billón de litros de whisky y una estela de fracasos después. Draper tenía un secreto: en la guerra de Corea, el hijo de una prostituta y un alcohólico había usurpado la identidad de su superior militar y comenzó una vida nueva, que lo llevó a la cima. Don Draper no olvidaba la muerte, porque ya había muerto;  su verdadero nombre era Dick Whitman y a ese pasado  también lo había enterrado.

Los personajes 

En el primer capítulo de la serie varios personajes parecen tener claro su destino: Peggy Olsen, la nueva secretaria de Draper que salía de Brooklyn para Manhattan, quería ser parte del equipo. Joan, la despampanante jefa de las "chicas" de la oficina, decía que si jugabas bien tus cartas terminabas viviendo en los suburbios con un anillo en el dedo. Pete quería ser Don Draper. Hoy, Peggy es Don Draper, habiendo dejado atrás cualquier pasado que interfiriera el futuro que deseaba. Pete, como bien presagió Draper, no es el jefe de Sterling Cooper porque finalmente nadie lo quiere. Y Joan llegó a los más alto por su inteligencia, pero también gracias a su cuerpo, sólo para darse cuenta que a pesar de haber transcurrido una década, la mujer en el espacio laboral siempre tiene el tope: el techo con el que los hombres tratarán de aplastarla.

Mad Men siempre ha sido una serie sobre cómo el hombre se enfrenta al cambio, entretejiendo hechos históricos, como la llegada a la luna o el asesinato de un presidente, y los protagonistas o se han adaptado o se han muerto, pero siempre llegan a la aterradora conclusión que los patrones se repiten, y que no se puede escapar de quien realmente uno es. Quizás ninguno de estos personajes logró lo que quería, sino obtuvo algo más aterrador: más de lo que pidieron.

En el penúltimo capítulo, Don Draper regaló su auto y se sentó en la mitad de la nada, en medio de cualquier camino, con posibilidades de todo por delante. Alguna vez una amante de Draper le dijo que a él sólo le gustaban los principios. Quizás ahora, libre de los secretos, con la libertad total económica y habiendo llegado a lo más alto, nuestro héroe se libere de una vez por todas de la muerte, y nazca de nuevo.