Un entusiasta caos sinfónico. Max Valdés (64) entra al Aula Magna de la Universidad Federico Santa María y eso es justamente lo que le da la bienvenida: violines, violas, chelos, contrabajos, flautas, clarinetes, oboes, cornos, trompetas, tubas y trombones que suenan al mismo tiempo y sin orden, ejecutados por un grupo de jóvenes que recién calientan motores, más concentrados en sacar la mejor nota de su propio instrumento que de coordinarse con el resto. Valdés, al borde del escenario, sólo sonríe. No lo dice, pero de seguro lo piensa: ya se subirá allá arriba, se pondrá al frente de esta orquesta y la hará sonar con la precisión exacta del mecanismo de un reloj.
-Hola maestro- lo saluda una joven violinista que pasa a su lado.
Valdés le da un beso en la mejilla.
-Hola maestro- le dice uno de los chelistas.
Valdés le da un apretón de manos.
Es sábado 29 de junio, y el más internacional de los directores de orquesta chilenos -con cuatro décadas de carrera en los principales escenarios del mundo y agenda copada hasta mayo del 2015- está en Viña del Mar para un concierto con la Orquesta Sinfónica Nacional Juvenil. Es la tercera vez que trabajan juntos. Y la primera en este teatro que a Max Valdés lo tiene impactado. "Esto es una maravilla, tiene una de la mejores acústicas de Chile", dice.
Pocos minutos después, Valdés reaparece con sus partituras y una delgada batuta blanca en la mano derecha. Se sube a su tarima sobre el escenario, de frente a los jóvenes, de espalda a los asientos aún vacíos del teatro. La orquesta lo observa en silencio. Valdés mira la hora -las 4 y media en punto-, se frota las manos, da indicaciones técnicas y contando en voz alta da inicio al ensayo:
-Un, dos, tres y…
Comienzan a sonar los violines.
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Cuando Maximiano Valdés -Max, desde niño- está sobre un escenario, entra en un trance donde sólo cabe la música que está en las partituras que tiene al frente. Aunque se las sabe de memoria, dice que igual las pone allí por respeto al autor que tuvo la genialidad de crearlas. La concentración es absoluta: cuando está dirigiendo, todo el foco está en sus manos para que la orquesta pueda interpretar cada nota tal como él la imagina sonar en su cabeza.
Lejos del escenario, el músico amplía sus intereses. Le gusta la política, mira con preocupación a la Iglesia, propone combatir las desigualdades, habla de pérdidas personales. Cuando no está en función artística, Valdés se deja espacio para sentir y pensar como ciudadano.
El ciudadano Valdés está sentado ahora en el departamento de su madre, Sylvia Soublette, en Las Condes. Aquí se queda cada vez que viene por trabajo a Santiago, ya que hace cinco años vive en Puerto Rico, a cargo de la orquesta sinfónica de ese país. En todo caso, hace mucho que ya no vive en Chile: se fue a los 20 años a estudiar música a Roma, entró al circuito de los conciertos y óperas internacionales, fue ocho años director de una orquesta en Buffalo (EE.UU.), estuvo otros 15 con la orquesta de Asturias y luego partió a tierra boricua. Una vida errante que no le ha permitido siquiera una casa propia: "Siempre he alquilado; no me he comprado casa porque jamás he estado seguro de quedarme en los países".
Es viernes 28 de junio. Un día antes del ensayo en Viña. Desde el comedor de la casa de su madre, Valdés ve llover en Santiago. En este ambiente familiar, imposible no preguntarle por la ausencia de su padre. Gabriel Valdés -DC histórico, uno de los fundadores de la Concertación- murió a los 92 años, en septiembre de 2011, debido a un paro respiratorio tras un enfisema pulmonar. "Él nos preparó para eso, en el sentido que su enfermedad, la parte final de su vida, fue larga y él se fue yendo poco a poco, apagándose -dice Max-. Estaba aislado totalmente, silencioso".
El hijo recuerda que cuando uno le hablaba, su padre miraba. Por eso la familia pensaba que aún entendía. Pero no les respondía. "Quizás saludaba un poco, pero con mínimo esfuerzo, le quedaba muy poca energía". A veces los sorprendía. Cuenta Max: "Hubo un día asombroso, ya al final. Le cambiaron el antibiótico y el efecto fue tan extraordinario que se levantó, fue al salón y se puso a hablar con nosotros de política como si hubiera estado absolutamente bien. Nos quedamos mudos, jamás imaginamos esa recuperación; y sin embargo, a los pocos días la cosa volvió a ser como antes".
Max vino a ver a su padre enfermo varias veces. La última, 10 días antes de su muerte. Cuando se despidieron esa vez, ya que él debía regresar por trabajo a Puerto Rico, sabía que probablemente no volvería a verlo vivo. La noticia se la dio por teléfono su madre. Voló enseguida a Santiago. Fue el primero que habló en su funeral en la Catedral Metropolitana.
"Esta es una familia que se ha visto poco", reflexiona Valdés. Recuerda que él y sus hermanos no vieron demasiado a su padre en la época que la familia vivía junta. El padre era un personaje público, con obligaciones, y sus seis años como canciller de Frei Montalva lo tuvieron largo tiempo fuera de casa. Además, por un asunto de intereses, Max tenía más afinidad con su madre, quien como compositora, cantante e instrumentista, siempre estuvo ligada a la música. Fue ella quien lo llevó de niño a estudiar piano y tomó a su cargo, con mano severa, su educación musical. Con su padre, reconoce Valdés, la relación se construyó después:
-La relación empezó a armarse cuando él estaba en Estados Unidos (del 71 al 82 trabajó en Nueva York para Naciones Unidas) y yo iba a verlo desde Roma. Pero a lo largo de mi vida lo vi poco. No fue la relación de padre e hijo que se ven todos los viernes. Nos escribimos, hablábamos por teléfono, pero cada uno hacía su vida. Sí debo decir que en momentos complicados personales míos, él estuvo muy cerca, se preocupó de llamar, de saber cómo estaba. Lo mismo en momentos de crisis por mi trabajo. Cuando yo me veía envuelto en viajes sin parar y hoteles y conciertos y más hoteles y más aviones y más cosas, entraba en una suerte de rutina y frustración; ahí siempre había también una mirada clarificadora y una palabra suya que me ayudaba a reencontrar el sentido de lo que hacía.
Max Valdés habla sin emocionarse. "Yo no diría que hay pena, porque la suya fue una vida enorme, plena, de vivencias extraordinarias; llegó a los 92 físicamente entero, sin ningún deterioro que fuera hiriente", aclara. "Se le echa de menos, claro, pero con serenidad. Queda un gran cariño y mucha cercanía con él. Yo me trato de imaginar dónde está…"
-¿Y lo logras encontrar?
-De repente lo veo… Lo imagino… no lo so, a veces lo imagino viajando por esferas celestes. No sé si ha llegado, eso nadie lo sabe… Pero yo creo que por ahí va la cosa: es un viaje hacia una dimensión que a algunos le tomará más tiempo que a otros.
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Sobre el escenario, en el ensayo, Max Valdés no da tregua a la orquesta joven. Ajusta, exige, explica. Cuando no le entienden, se pone a cantar con el ritmo y el tono justo que necesita. Si no le gusta lo que tocan los músicos, vuelve a detener el trabajo. La señal es siempre la misma: dos golpes secos con su delgada batuta blanca sobre el atril de las partituras.
Sus indicaciones son precisas:
-Escuchemos por favor a la primera trompeta- pide.
-Cuidado con la segunda nota, están llegando un poco tarde. Por favor más largas las negras- advierte.
-Aquí podemos hacer un pianísimo que deje a todos con la boca abierta- motiva.
Max Valdés no se da cuenta, pero sí quienes lo ven dirigir: mientras mueve las manos y su batuta, siempre tiene el mismo gesto. Los labios apretados y el mentón levemente inclinado hacia adelante.
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La política le interesa a Max Valdés. Inevitable, dice, por venir de la familia que viene. Y porque le interesa lo que ocurre en Chile. Siempre, eso sí, lejos de la militancia partidaria: "No lo hice cuando joven, menos ahora. Además, en mi casa las cosas estuvieron separadas desde el principio: mi hermano hacía esto y yo hacía música".
Se refiere a su hermano Juan Gabriel -socialista, diplomático, ex canciller-, quien siguió una ruta parecida a la del padre. Max dice que son cercanos. Tanto, que lo acompañó en Valdivia el fin de semana del 23 de junio para las primarias del PS en la Región de Los Ríos, donde el mayor de los Valdés fue al final derrotado por Alfonso de Urresti. Era una batalla importante para la familia: es la zona donde Gabriel Valdés, el padre, fue senador por 16 años.
"Mi hermano hizo lo que pudo, pero estamos conscientes de que competía con armas desiguales. Su contendor llevaba dos períodos de diputado y estaba cerca de la organización del partido, que evidentemente trabajó a su favor. Los valdivianos tomaron una decisión, pero yo lo lamento por ellos, porque perdieron la posibilidad de tener un senador de nivel, con preparación intelectual, con experiencia nacional e internacional. Escogieron, creo, a una persona que no tiene estos atributos en la medida que los tiene mi hermano", dice Max.
Sentado en el comedor de su madre, no ahorra disparos: "Se dijo que Juan Gabriel era un santiaguino más que iba a meterse allí. Efectivamente hay un cierto orgullo regional, que no es del todo negativo, y un sentimiento de cómo se sienten las personas allá que han sido representadas por senadores que han sido de Santiago. Pero la acusación fue injusta y manipuladora, porque no es cierto que no haya relación de mi hermano con la región: es profesor de la universidad de Valdivia, tiene una casa, estos tres años se ha instalado allí. Esto era una cosa política para desprestigiar".
De ese fin de semana en Valdivia, se trajo algo más que la derrota de su hermano. El ciudadano Valdés explica: "Sigo de cerca lo que pasa en Chile, y como muchos estoy confundido. Las señales son muy dispares. El próximo gobierno va a ser muy difícil para quien quiera que gane. Esta especie de atomización social que hay será difícil de manejar y reordenar. Confieso que cuando fui a Valdivia quedé impactado con la pobreza. No quiero ofender a nadie, pero cuando vengo a Santiago y veo estos barrios, parece una ciudad europea; pero luego uno va a Valdivia y ve que no ha pasado mucho en los últimos 15 años. Entonces somos un país que incluso geográficamente crece con diferencias tan marcadas, eso me golpeó".
-¿Y qué opina de esta sociedad más inquieta, con marchas estudiantiles, movimientos ciudadanos, cierta tensión permanente?
-Creo que lo valórico en la sociedad está en profunda crisis. Y esa crisis está determinada en gran medida por un modelo impuesto por un mercado que se ha vuelto loco y nos está llevando a estrellarnos de frente. Estamos generando las bases para una disgregación social. Alguien tiene que empezar a poner en orden pensando en términos de Estado y lo que conviene a la comunidad. Eso me preocupa muchísimo. Todo eso hay que encauzarlo y es responsabilidad de quien gobierne. Este país se ha ido separando en términos de solidaridad social y vamos a tener que empezar a hablar de eso. De cuánto puede tener uno y cuánto no puede tener otro.
-¿Es aún un disciplinado concertacionista?
-No. Mi única disciplina es la música; esto lo miro desde afuera.
-¿Es de los que se asusta por la inclusión del PC a un gobierno?
-No. Todos estamos sometidos a una Constitución y hay que respetarla. Y todos tienen derecho a participar. Si el Partido Comunista vuelve a proclamar revertir el Estado y la dictadura del proletariado vamos a decir que no, pero mientras eso no suceda, nadie tiene derecho a decirle que no participen.
-¿Su sensibilidad política va más hacia la izquierda o el centro?
-Debemos tener una visión de la sociedad más solidaria. Eso tiene mucho que ver con las vivencias personales. Si tienes un helicóptero y chofer y vives en un mundo privilegiado, no vas a tener ninguna vivencia de lo que significa convivir con gente que no tiene eso. Me refiero a cómo buscar un sistema en que tengamos esa conciencia y que haya un Estado que garantice prioridades: que haya libertad para que los privados desarrollen sus negocios, pero que al mismo tiempo todos tengamos conciencia de que somos una nación y no se generen disparidades donde prima la indiferencia y el egoísmo. Si la izquierda representa más eso, pues estoy más a la izquierda. Ahora si los conceptos de solidaridad que vienen del cristianismo, representados en la Democracia Cristiana, son los que más me representan, formo parte de la tradición democratacristiana.
Max Valdés se queda pensando. Luego, entre risas, lo asume: "Y bueno, sí, creo que sigo siendo democratacristiano en el fondo".
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El director Valdés pone término al ensayo. Ha sido una hora y media de trabajo intenso. "Fue largo, espero no hayan terminado muy cansados", dice. Elogia el buen nivel de la orquesta.
Entonces se va a su camarín, que son dos salas pequeñas junto al escenario: en una hay un living; en la otra varios espejos, closet y baño privado. Hasta allá le llevan un sándwich envuelto en plástico y un café en vaso desechable. Cero lujo. A él no le complica. Se sienta en un sillón y, entre mordiscos y sorbos, se traga con ganas la merienda. Aunque falta menos de una hora para la presentación, Max Valdés está tranquilo y dice varias cosas.
Dice que tiene tres frac, pero que con las orquestas juveniles usa traje y camisa negros.
Dice que cuando viaja se le queda todo, pero jamás la batuta.
Dice que la pobreza a la entrada de Valparaíso lo impactó tanto como la de Valdivia.
Y dice que le cae bien Michelle Bachelet. "La conocí en Nueva York, en la embajada chilena ante Naciones Unidas, cuando era ministra de Salud del gobierno de Lagos. Es una mujer de personalidad fuerte, muy segura y directa en explicar sus ideas, con gran encanto y una virtud: naturalidad para conectarse con la gente. Tiene una simpatía natural que hace la diferencia".
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El ciudadano Max Valdés viene de una familia católica. Francisco Valdés, hermano de su padre, fue el primer obispo de Osorno y hoy está en proceso de beatificación. Fray Pedro Subercaseaux, famoso benedictino y pintor, era hermano de su abuela paterna. "Yo me defino católico -dice él-, pero preocupado como todos los católicos de cómo va a parar todo esto". Y con " todo esto" se refiere a una situación concreta: a la distancia que percibe entre la Iglesia y el mundo real.
"El hecho, por ejemplo, de que la Corte Suprema de EE.UU. considere absolutamente legal y no ponga objeción a un matrimonio homosexual le presenta un problema indiscutible a la Iglesia. No digo que cambie su punto de vista, pero sí tendrá que considerar una cosa de este tipo, son cambios de una época. O reflexionar sobre la situación de millones de católicos que han pasado por un divorcio, como yo mismo, y que han rehecho su vida junto a otra persona, pero a los que la Iglesia les prohíbe comulgar. Todo esto debe ser parte de una revisión para que los cristianos veamos que esta Iglesia a la que queremos no siga un camino de separación respecto de lo que sucede hoy día. Los jóvenes hoy no se casan y no pasa nada. Nacen niños fuera de los matrimonios y no pasa nada. Me gustaría que hubiera un acercamiento y compresión a los problemas reales de las personas y no seguir excluyéndolas de la Iglesia. Tanta rigidez se contradice con la visión de un Cristo rodeado de gente a la que no condena sino que suma a su misión".
-Qué eso aún no suceda, ¿no le altera a usted la fe?
-No, en lo absoluto. Creo que hoy en el mundo más que nunca hay una búsqueda de la divinidad, de entenderla y conectarse con ella; y eso no pasa a través de un sacerdote, es cada vez más una relación personal. Una de las grandes cosas que me ha pasado es acercarme al sufismo, leer mucho sobre esto, de la época medieval iraní. Me ha hecho acercarme al fenómeno de la divinidad un poco fuera de la Iglesia, lo confieso, como un camino más bien personal.
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Max Valdés, el director, está convencido de que la música docta, así como la Iglesia, necesita un remezón. En este caso, acercarse más a la idiosincrasia de quienes la escuchan. Algo así como despeinarse, pero sin perder la compostura. Por eso, en Puerto Rico ha conversado con Calle 13, grupo muy popular, que mezcla desde rock a reggaeton. "Conocí al Residente (uno de sus líderes) en un bar en San Juan, junto a un contrabajista de mi orquesta. Hablamos de hacer una creación musical juntos. Mezclar en un concierto obras populares del repertorio clásico con canciones de ellos. Ya lo haremos".
Ahora en Viña, Valdés está listo para entrar a escena. Casi listo, más bien, porque al dejar el camarín ve que nuestro fotógrafo tiene una corbata negra que le sirve. Se la pide y se la anuda al cuello sin siquiera mirar el nudo que le queda perfecto. Se nota que sabe de asuntos formales. Un par de personas le desean suerte. "In bocca al luppo", le dicen. El maestro entra al escenario con paso solemne. Allí lo esperan sus jóvenes músicos. Elegantísimos: ellos con terno oscuro, ellas con vestido negro.
Max Valdés, el músico, se despacha un concierto impecable, donde la orquesta interpreta piezas de dos chilenos, Alfonso Leng y Enrique Soro, y una sinfonía del finlandés Jean Sibelius, uno de los autores favoritos del director. El público aplaude. Golpea los pies contra el suelo.
Max Valdés, el músico, sale tres veces al escenario a dar las gracias. En su última aparición, dice que es su primera vez en Viña y que eso es importante, porque su madre nació en esta ciudad. Dice que no haber venido antes no es culpa de nadie, aunque probablemente suya. Y luego dice que hay que apoyar a esta orquesta, "el futuro musical de Chile".
Max Valdés, el músico, en el escenario, lejos de su flanco ciudadano que se desvela por asuntos contingentes, dice todo eso en voz alta, sin micrófono, mirando al público del teatro. Y con su mano derecha -ahora sin batuta- apoyada en el lado izquierdo del pecho, a la altura del corazón.