Hace bastante tiempo que un sector de la crítica viene repitiendo y rayando aquel disco de que al realizador austríaco Michael Haneke se le acabaron los cartuchos en el rifle y sus últimos tiros salen por la culata. Admirado hasta la devoción en los años 90 y principios del siglo XXI, Haneke pareció perder seguidores a medida que iba ganando Palmas de Oro: algunos creyeron que la alegoría histórica de La cinta blanca (2009) era demasiado obvia y que la amargura de Amour (2012) era sadismo. Ahora, con su nueva película Happy end recién salida del horno y estrenada en Cannes, es probable que las explicaciones de los desencantados tengan más respaldo que nunca.
Happy end tiene, como siempre, todos los sellos formales del austríaco (arranques de violencia repentinos, largas tomas desde lejos), pero por la misma razón parece una película vista. Más bien, se puede entender como un resumen de su estilo o como una continuación de Amour. De hecho, el actor Jean-Louis Trintignant se repite, pero en lugar de ser un anciano sensible que no quiere el sufrimiento de su esposa moribunda, es un abuelo displicente que intenta una y otra vez quitarse la vida sin éxito: primero choca contra un árbol y luego le pide a su barbero que le consiga un revólver.
El centro de la decadente y muy burguesa familia Laurent es Georges Laurent (Jean-Louis Trintignant), que próximo a cumplir los 85 años es visitado por sus hijos (Isabelle Huppert y Mathieu Kassovitz) y una de sus nietas, que va a parar a la gran mansión tras el intento de suicidio de su madre. La pequeña Eve suele grabar en celular todos los movimientos de su depresiva mamá, y sabe dónde están cada uno de sus vestidos, su dinero y, lo más importante, sus remedios. Al llegar a la casona, Eve toma una sobredosis de ellos y se convierte en la tercera suicida en potencia de la familia. Por las calles de Calais se percibe algo diferente: están los refugiados que vienen de Africa y buscan llegar a Gran Bretaña. El clímax de la película será justamente cuando se encuentren estos dos mundos.
La competencia de Cannes, que hasta ahora no logrado el nivel de 2016, siguió con un filme aún más brutal. Se trata de The killing of the sacred deer, del griego Yorgos Lanthimos, conocido por The lobster. Con bastantes deudas a Stanley Kubrick, Lanthimos cuenta la macabra historia de un cirujano cardiovascular (Colin Farell) amenazado por el hijo de uno de sus pacientes: el muchacho cree que el doctor fue el responsable de la muerte de su padre en la sala de operaciones, pues habría bebido alcohol antes de la intervención.
Como la esposa del doctor interviene Nicole Kidman, una atractiva y gélida oftalmóloga. Todo en la película es clínico, frío, sin contemplaciones. Los doctores parecen robots y el filme bien podría ser la parábola de la venganza del hombre de la calle contra las negligencias médicas. La película dividió opiniones, hubo abucheos y aplausos, pero nadie quedó sin algo que decir.