Crecí en los 80 en una ciudad de provincia. La televisión consistía en tan sólo un canal que transmitía un noticiero sin noticias y los discursos en cadena nacional de un hombre hablando con voz chillona y destemplada sobre el acecho de los enemigos internos y externos. Para él y sus seguidores, sus adversarios eran un cáncer que debía ser extirpado. En esos años yo me asomaba al mundo a través de esa pantalla, de las revistas, los libros y de las enciclopedias en facsímiles que compraban mis padres. Fui fraguando así mis propias ideas sobre países extranjeros, en donde se superponía información y fantasía: Rusia era el correo del Zar de Verne y un lugar en donde había señores marxistas y señores ateos; México era el sitio en donde había niños que vivían en barriles y comían tortas de jamón; España era un comercial de Cola Cao y el estribillo de una canción llamada Hoy no me puedo levantar.
Venezuela para mí fue, antes que nada, la secuencia de inicio de una teleserie: un auto descapotable atravesando una avenida de palmeras delgadísimas que se curvaban por el peso de una corona de ramas despeinadas por la brisa. También era una fotografía en contrapicado de autopistas que, como los brazos de un pulpo, se juntaban y extendían distribuyendo el flujo de enormes autos enormes como los de las películas norteamericanas. Venezuela era un país imaginado en donde siempre brillaba el sol, una comarca sin frío, de gente apasionada y colorida viviendo sobre un suelo hecho de petrodólares. El lugar en donde encontraban refugio los exiliados chilenos -recuerdo una entrevista a Isabel Allende en una revista mexicana fotografiada en un living luminoso de Caracas- y más tarde la patria de Jesús Rafael Soto y Carlos Cruz Diez, dos creadores de un arte de una elegancia contundente y seductora. Finalmente, Venezuela sería para mí el lugar en donde nació el hombre que fundó la universidad en la que estudié.
Nunca he estado en Caracas. Lo más cerca que he llegado a estar de esa ciudad fueron unos días en Barranquilla, el Caribe colombiano, en donde conocí a una periodista caraqueña que me contó que esa tierra de ilusión de mi infancia estaba cambiando aceleradamente. Años después el padre diplo- mático de otra venezolana, que también conocí en Colombia -una mujer entrañable, culta y generosa a la que nombré Miss Venezuela Honoris Causa en la mitad un carnaval- fue detenido. La razón de las autoridades para ordenar su captura eran sus declaraciones políticas contrarias al gobierno. Actualmente, ninguno de ellos -ni la periodista, ni Miss Venezuela Honoris Causa, ni su padre diplomático- vive en su país. Tampoco viven en Venezuela el conductor del taxi que me trajo hace unos meses del aeropuerto a mi casa, ni el mesero recién contratado del restorán peruano de mi barrio (que saluda dando la mano), ni el barbero de la peluquería de la esquina.
Esta semana le pregunté a un amigo -director de cine nacido en Chile, criado en Caracas, que retornó a Santiago hace unos años- cómo estaban sus padres. Ellos viven en Venezuela desde hace 40 años. Hasta allá partieron buscando mejor vida -el padre, ex empleado de una agencia publicitaria; la madre, profesora normalista- y descubrieron un lugar que se parecía mucho al país imaginado de mi infancia. Lograron cosas que no podrían haber alcanzado en Chile, allá prosperaron durante los años en que su propio país se hundía en la crisis económica y la cerrazón política; estudiaron en la universidad, formaron familia, hicieron amigos. Los venezolanos les hicieron un lugar, los trataron como si siempre hubieran pertenecido a su país. Los padres de mi amigo vivieron las épocas de auge y también fueron testigos de la debacle provocada por la corrupción política. Apoyaron a Hugo Chávez pensando que el cambio que proponía podría funcionar. Mi amigo me contó que él y su hermano -que nació en Caracas y ahora también vive en Santiago- pensaban que era inevitable que sus padres volvieran. La vida ya no es lo que era. Las últimas conversaciones con ellos giraban en torno a las asperezas de una vida cotidiana cada vez más ruda: sólo contaban con cuatro horas de agua potable a la semana, distribuidas entre las cinco y seis de la mañana durante los días jueves, viernes, sábado y domingo; habían sido asaltados en su auto en medio de un taco y su madre se había fracturado la cadera luego de que una estampida de clientes -alguien gritó que había llegado pollo- la tumbara. "Ellos están tristes, no quieren volver, su mundo lo hicieron allá. Es emigrar a los 78 años. Ellos escogieron Venezuela y quieren ser enterrados allá", se lamentaba mi amigo.
El jueves, cuando leí que el Parlamento venezolano había sido intervenido y sus poderes anulados, pensé que el país de mi infancia -el de un energúmeno poderoso, indolente y feroz hablando en cadena nacional sobre los enemigos de la patria- había desaparecido sólo para volver en otra forma, en otro lugar y en otro tiempo; retornó para apagar el brillo colorido, exuberante y lejano de mi país imaginado.