El misterio del Everest
Hace una semana no más, le contaba a un grupo de estudiantes la historia de George Mallory y Andrew Irvine, los montañistas británicos que en el inicio de los años 20 fueron los primeros en intentar la conquista de la cumbre de la montaña más alta del mundo, el Everest. El 9 de junio de 1924, Mallory (38) parecía encaminarse a coronar con éxito su tercer intento por llegar a la cima -luego de que las dos primeras expediciones que integró habían fracasado-, acompañado en esta ocasión por Irvine (22). Se alejaron desde el último campamento, instalado a 8 mil 160 metros de altitud, con serias pretensiones de alcanzar en esa misma jornada los 8 mil 848 metros de altitud. Uno de sus compañeros, ayudado de un telescopio, los vio camino a la cima, a unos cien metros de ésta, como dos puntos negros que avanzaban sobre la nieve, así hasta que la escena se desvaneció envuelta en un rebaño de nubes.
Aquella fue la última imagen de ambos montañistas y nadie sabe, hasta el día de hoy, si realmente consiguieron su objetivo -un dato no menor porque recién 29 años después otros expedicionarios pudieron completar la hazaña: Edmund Hillary y Tenzing Norgay-. Durante mucho tiempo no hubo rastro alguno de ellos. La montaña se los había tragado. Recién en mayo de 1999, el cuerpo de George Mallory fue encontrado: estaba en perfecto estado de conservación, a 521 metros de la cumbre, con la tibia y el fémur de su pierna izquierda rotos. Sin embargo, el hallazgo no entregaba pistas ni pruebas que permitieran saber qué había ocurrido exactamente.
El cuerpo de Irvine aún no ha sido hallado. Tampoco las cámaras fotográficas que ambos llevaban consigo y que, según los expertos de Kodak, podrían ser reveladas sin problemas, dadas las características climáticas que mantendrían inalterables las condiciones de los rollos de película -de haber llegado a la cima debieron haber registrado ese momento-.
Con todo, hay dos versiones que avalan el hecho de que Irvine y Mallory hicieron cumbre. Según la hija de Mallory, su padre llevaba consigo una foto de su esposa con el fin de depositarla junto a la cima una vez que la alcanzara. La foto no fue encontrada ni en la ropa ni en las pertenencias de Mallory, por lo que pudo haberla dejado al llegar al techo del mundo. La segunda versión se funda en que al momento de morir Mallory no llevaba puestas sus gafas de sol, lo que permite suponer que su deceso ocurrió de noche. Estando a 500 metros de la meta, parece difícil creer que Mallory -dado su espíritu y temperamento- hubiera abandonado el ataque a la cima, por lo que la muerte debió producirse durante el descenso.
Me he acordado de esta historia porque en los últimos días dos leyendas perdieron su vida en la montaña. Ueli Steck (40), conocido como La Máquina Suiza, murió el 30 de abril tras una caída sufrida mientras escalaba el Nuptse, una de las montañas satélites del Everest. Steck había conseguido metas increíbles reduciendo los tiempos de escalada de manera asombrosa. Un ejemplo: a mediados de 2015 ascendió 82 cuatromiles en sólo 62 días, desplazándose entre uno y otro arriba de una bicicleta. La otra muerte fue la del nepalí Min Bahadur Scherchan (86), quien falleció mientras trataba de convertirse en la persona más longeva en ascender hasta la cima del Everest, título que había sido suyo entre 2008 y 2013.
El embrujo del Everest sigue vivo, lo mismo que la necesidad de hombres y mujeres dispuestos a cualquier cosa con tal de conquistarla. Cierta vez un montañista aseguró que desde ahí se oía con más claridad la voz de Dios. Tal vez ahí resida todo el misterio.
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