Ocurre siempre cuando la polvareda de la contingencia impide ver el paisaje completo. Es cierto que hay torpeza, miopía, pequeñez y tartufismo en la comedia que están dando los partidos de la Nueva Mayoría. Pero en la raíz de todo eso -no nos perdamos-, con lo único que el observador se encontrará es con un gobierno inepto que, además de estar siendo muy insatisfactorio para el país, también ha terminado siendo devastador para la coalición que lo sustentó y que buscó abrigo en sus ministerios y reparticiones. El gran logro de la Presidenta Bachelet al expirar su mandato habrá sido haber hecho estallar por el aire la alianza entre el centro y la izquierda que le dio gobernabilidad a Chile desde la época de la transición. Dicho así, el asunto parece terrible, pero en el fondo era el deseo más recóndito de la Presidenta. Le molestaba la gradualidad que tuvo la vieja Concertación, su reformismo, su ánimo contemporizador, su obsesión por los consensos.
El asunto es que quien más ha confiado entre los presidentes chilenos en el juicio final de la Historia -porque Bachelet no se mide contra las encuestas del día a día, sino contra el lento veredicto de los ciclos históricos- deberá preguntarse en algún momento dónde estuvo su error que dos veces terminó entregando la banda presidencial a Sebastián Piñera que, hasta aquí al menos, tal como van las cosas, es el escenario más probable.
En la actualidad, el principal problema del gobierno es terminar. Ojalá, luego. A estas alturas ya no importa mucho el cómo. La coalición se le desarma, hace mucho rato que La Moneda perdió el control de la agenda pública y hoy está más presente que nunca el riesgo de que varias de sus iniciativas –la reforma de la educación superior, la elección de los gobernadores regionales, la próxima propuesta sobre pensiones que se comprometió a plantear- terminen profundizando el quiebre de la Nueva Mayoría y constituyendo un salvavidas de plomo tanto para Alejandro Guillier como para Carolina Goic.
Lo que aquí fracasó fue el modelo de negocio, por decirlo así. Bachelet exigió a los partidos cuando era candidata un cheque en blanco, los partidos se lo dieron no solo a ojos cerrados, sino también con entusiasmo, y llevó a La Moneda al equipo de incondicionales del que se había rodeado en la campaña. Era gente inexperta formada por ella en el invernadero de su comando, sacramentada por la incondicionalidad y el secretismo, desconfiada de los partidos, muy ideologizada y de raptos matonescos en la administración del poder. Como la experiencia no terminó bien, la Presidenta convocó a Palacio a Jorge Burgos y Rodrigo Valdés y todo el mundo pensó que venía entonces una etapa de rectificaciones. Entre otras cosas, se dijo, habría mayor interlocución con los partidos. Pero no era eso. Lo que vino fue un juego de palabras entre realismo sin renuncia y renuncia sin realismo que dejó las cosas como estaban. Vino después el cambio del ministro del Interior por el actual -potente señal de inmovilismo- y es por ese entonces, cuando la Presidenta comienza despegarse de su propio gobierno y a situarse en un limbo político del que en realidad nunca más ha vuelto a salir. Es frecuente que la Presidenta hable de esta administración como si no fuera la suya. Y de esta coalición, la Nueva Mayoría, que fue invento de ella, como si le fuera ajena.
Lo primero es inexacto, porque este gobierno es muy suyo; tanto, que podría ser analizado como un espejo de su carácter, de sus competencias y de sus limitaciones. Lo segundo es cierto, pero solo porque ella abdicó de la responsabilidad de liderar la Nueva Mayoría y prefirió desentenderse de las tensiones a que el propio gobierno la estuvo sometiendo desde los inicios. Bachelet fue popular, pero la popularidad nada tiene que ver con el liderazgo, como debería estar quedando más o menos claro después de dos gobiernos suyos.
Sea porque tuvieron poca conversación entre sí, sea porque les faltó dirección, sea porque creyeran que cobijándose en Bachelet tendrían la suerte comprada para siempre, los partidos del oficialismo se quedaron sin proyecto. No lo tienen. Es cosa de escuchar las vaguedades y contradicciones de sus candidatos presidenciales. Guillier, un día critica la manera en que se hicieron las reformas y al día siguiente habla de profundizarlas. La senadora Goic, por su parte, trata ahora de tomar distancia de desaguisados respecto de los cuales hasta el día de ayer fue una de las voces más entusiastas. No hay cómo cargar con el fardo de la actual administración, entre otras cosas, porque jamás ha sido una buena carta de presentación electoral el continuismo de gobiernos malos.
No hay día que Chile no aprenda una lección nueva. Sabíamos que las partidocracias son tóxicas y que apestan. Pero el resultado de los gobiernos fundados en puros carismas personales puede incluso ser peor.