La escritora y poeta estadounidense Sylvia Plath se quitó la vida en Londres en febrero de 1963. Detrás dejaba dos niños pequeños, una obra conmovedora y el sufrimiento de lo que en la actualidad se cree que fue un trastorno bipolar. Plath intentaba superar la separación de su marido, el también poeta Ted Hughes. La escritora Jillian Becker, que fue amiga de Plath durante los últimos meses de su vida, recuerda con estas sentidas palabras los últimos días que compartió con ella:
Una fría tarde de febrero en 1963, Sylvia llegó con sus hijos, Frieda y Nick, a mi casa en Mountfort Crescent, en Islington (Londres).
Ella había llamado antes para preguntar si podía venir, así que la estaba esperando. Nada más llegar dijo que quería recostarse.
No me sorprendió. Se sentía deprimida, incluso más de lo que era habitual desde que la conocía, hacía cinco meses.
Nos conocimos en septiembre de 1962, poco después de su separación de Ted Hughes.
Me daba pena. Yo admiraba y envidiaba su talento. El tiempo que pasamos juntas no fue alegre, pero aun así disfrutaba de su compañía.
Ella me había regalado un ejemplar firmado de su libro de poemas "El coloso" y hablábamos de poesía y muchas otras cosas.
La conduje hacia el primer piso, a la habitación de mi hija mayor. Mi esposo Gerry estaba en cama con gripe en nuestro dormitorio.
Me llevé a los niños a jugar con mi hija menor, Madeleine, a una habitación de la planta baja desde donde el ruido no podía molestar a los durmientes. Nick tenía la misma edad que Madeleine, un poco más de un año. Frieda tenía cerca de tres.
Sylvia durmió durante una hora o dos, y luego bajó a buscarnos. Me dijo "prefiero no volver a casa".
Para mí no era un problema que se quedaran. Mis dos hijas mayores, Claire y Lucy, estaban pasando el fin de semana fuera, así que tenía una habitación para Sylvia y otra para sus hijos.
Me dio las llaves de su casa en la calle Ftizroy y me pidió que recogiera algunas cosas: cepillos de dientes, pijamas, su medicación, un vestido, un libro que había empezado a leer.
Cuando volví, les di la cena y bañé a Frieda y Nick con Madeleine, y cuando los tres estuvieron listos para ir a la cama, preparé la cena para Sylvia, Gerry y yo.
Había sopa de pollo como remedio para la gripe de Gerry y también pareció sentarle bien a Sylvia. Seguimos con filetes de un carnicero buenísimo de Soho y puré de patatas y ensalada. Sylvia comió con buen apetito.
No recuerdo de qué hablamos, sólo que no fue de su situación. No en esa ocasión.
Pero después me pidió que me sentara a su lado y me mostró sus frascos de píldoras. Me contó cuáles le ayudaban a dormir y cuáles la mantenían activa por la mañana.
Se tomó sus pastillas a las 10 de la noche, pero estuvo parloteando durante una hora o más sobre gente que yo no conocía como si fueran amigos comunes.
Parecía errática y pensé que era porque se estaba quedando dormida. Pero entonces su tono cambió y habló con energía y emoción sobre Ted y Assia Wevill, la mujer por quien la había dejado.
Está enojada, celosa, llena de amargura.
Ted había llevado a Assia a España. Sylvia deseaba llevar a los niños allí, a algún lugar soleado, lejos del clima helado. Los niños, decía, no estaban bien, necesitaban ir a algún sitio cálido junto al mar.
Le dije que los llevaría a ella y a los niños al sol y a la playa para Semana Santa, aunque yo prefería Italia. "Falta mucho para Semana Santa", dijo.
Se durmió casi a medianoche y yo pude irme a la cama.
Pero una hora después, Nick se despertó. Le calenté un biberón, y al oír que Sylvia nos llamaba, le llevé al niño para que le diera la leche. Frieda también se metió a la cama de su madre.
espués de volver a acomodarlos a sus respectivos lechos, Sylvia me preguntó si pensaba que era hora de tomarse las píldoras que la despertaban. Le dije que no, era demasiado temprano.
Pero no podía dormir. Me pidió que me quedara con ella un rato. Me senté cerca con la lámpara apagada, sólo entraba un hilo de luz desde el rellano.
Cerraba los ojos, pero de pronto volvía a abrirlos, y una vez incluso se levantó, vio que yo aún estaba allí, y volvió a acostarse, como si mi presencia le diera seguridad.
Sólo me fui cuando me aseguré de que estaba dormida.
Por la mañana, después de tomar su medicación y de devorar un buen desayuno, telefoneó a una joven mujer que había prometido venir y quedarse con ella como au pair para ayudarla con los niños pero había cambiado de opinión. Sylvia se pasó un buen rato tratando de convencerla sin éxito.
Su médico me llamó por teléfono. Yo conocía al Dr.Horder desde mucho antes de conocer a Sylvia. Él me dijo que no hiciera todo el trabajo con los niños, que ella debía cuidarlos y sentir que la necesitaban.
Así que le pedía que viniera conmigo cuando los llevaba al baño, cuando les preparaba la comida, cuando Nick necesitaba tomar el biberón o que lo cambiaran. Pero ella no era capaz de recoger una toalla, o el jabón, o una cuchara.
Yo me iba, pero entonces ella esperaba que volviera. Tenía que elegir entre dejarlos ir sin bañar, sin comer, sin cambiar, o hacerlo yo misma. La mayoría de las veces me ocupé yo.
Al día siguiente, al atardecer, Sylvia se puso el vestido plateado y azul que le había traído.
Se había arreglado el pelo. Casi sonrió –parecía contenta- cuando le dije que estaba hermosa.
Me dijo que iba a encontrarse con alguien, pero no me dijo con quién.
Dio un beso de buenas noches a Frieda y a Nick. Frieda la siguió hasta la puerta, y justo antes de abrirla, Sylvia se agachó hasta la niña y le dijo "¡Te amo!".
Supe días después que esa noche se encontró con Ted. Él la trajo hasta casa. No recuerdo a qué hora volvió, o si dijo algo.
Sí recuerdo que al día siguiente se unió a nuestro copioso almuerzo de domingo con sopa, carne asada con las guarniciones típicas y queso, postre y vino.
Recuerdo que lo disfrutó. Le dio el biberón a Nick. Parecía, si no alegre, por lo menos no tan abatida.
Nos entretuvimos con el café, conversando animadamente.
Los niños se fueron a dormir y como el vino nos había dejado un poco somnolientos, los tres nos fuimos a descansar hasta casi las 4.
Tomamos té. Gerry, que ya se sentía bien, jugó con los niños. El anochecer invernal se acercaba.
Claire y Lucy iban a llegar pronto a casa. Yo pensaba cómo hacer para acomodar a todo el mundo.
Había dos habitaciones libres y un baño en el último piso. Estaba tratando de decidir si poner allí a Sylvia y los niños o subir a mis hijas, cuando Sylvia dijo de pronto: "Tengo que volver. Tengo que lavar ropa. Y una enfermera llamará por la mañana, la misma que vino a ayudarme con Nick cuando estuvo enfermo".
Y rápidamente comenzó a recoger sus cosas y a ponerlas en bolsas. En esos momentos parecía animada, casi eufórica, como no la había visto antes.
Garry le preguntó si estaba segura de que quería irse. Ella dijo que sí.
Así que la llevó en su auto, un viejo taxi negro londinense al que había quitado el taxímetro, por las resbaladizas calles nevadas.
Sentado en el asiento del conductor, Gerry no podía escuchar lo que pasaba detrás.
Sólo cuando se detuvo en un semáforo oyó los sollozos. Estacionó el auto y se sentó frente a Sylvia en la cabina del taxi.
Como ella lloraba, los niños comenzaron a llorar también. Él los subió sobre sus rodillas.
Le imploró que la dejara traerla de vuelta a nuestra casa. Ella se negó. Se calmó e insistió en que continuaran hacia la calle Fitzroy.
Entonces la acompañó hasta su apartamento y le prometió que volvería al día siguiente para ver como estaba.
Gerry volvió a casa y me dijo que Sylvia debía haberse quedado con nosotros, que no creía que pudiera arreglárselas sola.
Sabía que él tenía razón, aunque yo no lamentaba del todo que se hubiera ido. No tenía que seguir siendo una enfermera para ella y sus hijos.
Mis hijas no tendrían que renunciar a sus cuartos. No tendría más noches de sueño interrumpido.
Y la compasión desgarra el corazón.
Por esos sentimientos tuve remordimientos durante mucho tiempo.
En la mañana del lunes a eso de las 8 sonó el teléfono. Contesté y el Dr. Horder me dijo que Sylvia había metido la cabeza en el horno y estaba muerta.