A comienzos de este año entró en vigencia uno de los últimos hitos de la reforma tributaria. Las empresas debieron optar por uno de los regímenes de tributación disponibles: renta atribuida o semi integrado. Más allá del avance natural de la puesta en marcha del nuevo esquema, lo cierto es éste que ha causado efectos visibles incluso antes de que termine el periodo de implementación. El ahorro nacional ha caído más de 2 puntos del PIB desde que se anunciaron los cambios tributarios y, según estimaciones del Banco Central, en el 2016 se ubicó por primera vez por debajo del 20% del PIB, situación que no ocurría desde 1987.
Lo anterior -contrario a lo que habían prometido los propulsores de la reforma- tuvo impactos negativos y visibles en la inversión. El 2016 se completarán, según estimaciones del último Informe de Política Monetaria, tres años de caídas consecutivas de la inversión y diversos analistas privados anticipan una nueva baja para este año. Hay que retroceder a comienzos de los '70 para encontrar un registro con tantos años seguidos de descensos en la formación bruta de capital fijo.
En régimen la reforma dejará a Chile con niveles de carga tributaria similares al resto de los países OCDE cuando tenían ingresos per cápita parecidos al de nuestro país. Sin embargo, según un reciente estudio del CEP, los impuestos corporativos de Chile quedarán entre los más altos de la OCDE como porcentaje del PIB, solo por debajo de Japón.
Todo lo anterior ha llevado a las candidaturas presidenciales a evaluar en profundidad el nuevo sistema tributario. El consenso transversal es que la reforma tributaria eliminó incentivos a la inversión, complejizó el sistema, introdujo lógicas de desconfianza hacia el contribuyente, aumentó la discrecionalidad en la fiscalización y, al menos en el periodo de implementación, elevó los costos de transacción, principalmente en el ámbito corporativo. Además, no ha logrado los niveles de recaudación prometidos, porque a pesar de que aumenta la carga tributaria de las empresas y elimina una serie de exenciones, ha tenido efectos negativos sobre el crecimiento, los que, sumados al menor ciclo económico, han terminado impactando las finanzas públicas.
Es evidente la necesidad de revisar, una vez más, no solo el esquema tributario que imperará en nuestro país, sino además el nivel de tasas que deberán enfrentar los contribuyentes en el futuro. Estas disyuntivas son aún más complejas ante el hecho de que no existe margen de error, tanto porque los inversionistas -locales y extranjeros- han debido adaptarse a una serie de complejos y profundos cambios en los últimos años, como porque no existe holgura fiscal y se avecina en el horizonte una serie de proyectos públicos, cuyo gasto ya se encuentra comprometido.
El desafío que enfrentan las nuevas autoridades es mayúsculo. Más que dejarse llevar por las consignas o la improvisación, deberían imitar ejemplos exitosos como el de Inglaterra en 2010. Una comisión amplia y transversal, presidida por el prestigioso economista James Mirrlees, realizó una robusta propuesta de cambios al sistema tributario de ese país. El esquema impositivo que permitirá a nuestra economía salir del letargo, atraer inversión y recaudar eficientemente, como resulta obvio, no saldrá fruto de la casualidad.