Suena Mi viejo de Piero en el bis, un quejumbroso clásico del cancionero latinoamericano fechado en 1969, y el público millenial permanece en silencio mientras los ecos del tema popularizado por el artista argentino, colman cada rincón de La Cúpula del parque O'Higgins esta calurosa noche de jueves. La sala está repleta para la primera de dos citas que se cierran este sábado con Nicolás Jaar, el músico entre chileno y neoyorquino que recién cumplió 27 años, ungido como una de las últimas sensaciones de la música electrónica y particularmente alabado por su segundo álbum Sirens (2016), uno de los títulos del año en varios conteos, con un resabio que evoca lo que hace una década provocaba Ricardo Villalobos en la escena de los beats y máquinas, como símbolo de novedad y recambio en el género.

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Lo de Jaar parece más ambicioso. Durante la primera media hora nos introdujo en lo que se puede descifrar como un paseo por los inicios de la electrónica masiva en los 70 y su rápida evolución, con capas de sonidos superpuestos para dar una sensación de majestuosidad espacial, cortesía de mantos sonoros envolventes y grandes bajos ondulantes, capaces de atrapar los sentidos y provocar algo parecido a un trance hipnótico.

La música asoma desconstruida y aún así en armonía. Posee además un trazo cinematográfico aunque no hay imágenes. A veces Jaar coge el micrófono y canta sobre una base como lo hacía Suicide hace 40 años en una Nueva York infestada de crimen y violencia. Otras empuña un saxo y las luces del fondo recortan su figura como si fuera una secuencia de un video clip de los 80.

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Las piezas siempre resultan sugerentes y cadenciosas, mientras el sonido fue simplemente perfecto desde que arrancó con Killing the time, el corte de más de 11 minutos que abre el excelente Sirens. Justo una hora más tarde cogió de nuevo aquel tema, para ir cerrando un espectáculo siempre bien engarzado, con las composiciones cogidas en eslabones, parte de una idea y también manteniendo su personalidad unitaria.

En directo Nicolás Jaar no propicia la adoración ansiada por las súper estrellas de la electrónica con material de contornos publicitarios, sino que enfatiza otro estado, una comunión y un viaje psicodélico. No hay frenesí ni los orgasmos sónicos manidos en su rubro, sino una trama que atrapa desde el primer minuto hasta el final con reglas propias, alterando el tiempo y ampliando el vocabulario de un género que lucía atrapado en la ramplonería.