Cuando oigo a algunos economistas cercanos al gobierno argumentar ante las débiles cifras económicas que ha exhibido Chile en los últimos cuatro años, que el problema de esta administración es que ha tenido mala suerte -léase un escenario externo desfavorable-, no puedo dejar de pensar en el viejo dicho que algunos han atribuido a Thomas Jefferson: "Soy un gran creyente en la suerte y me he dado cuenta de que mientras más trabajo, más suerte tengo". Aplicado al caso chileno reciente, yo lo pondría algo así como "mientras más trabajo, mientras más pienso las políticas públicas, mientras menos me dejo llevar por ideologismos y más tomo en cuenta la evidencia, más suerte tengo".

Quiero ser preciso, Chile es una economía pequeña y abierta tanto al comercio como al flujo de capitales internacional, por lo que lo que suceda en el resto del mundo evidentemente nos afecta. Pero de ahí a decir que todo o gran parte de nuestro pobre desempeño reciente se explica por lo externo, hay un trecho importante. Si en las casi tres décadas que van entre 1986 y 2013 el país progresó notablemente, no fue porque tuviéramos condiciones particularmente favorables, sino porque las cosas se hicieron bien. Se implementaron buenas políticas públicas, lo que generó un círculo virtuoso de inversión, empleo, productividad, crecimiento, progreso y bienestar. Al final, los países son dueños de su destino, y la suerte, que puede tener impacto en un tiempo corto, no es lo clave, más aún cuando estamos hablando de cambios de tendencia y de bajas significativas en el crecimiento potencial.

Es cierto que el precio del cobre ha bajado respecto del cuatrienio previo y que el crecimiento mundial ha sido algo menor. Pero también es cierto que ambas cifras no han sido particularmente bajas. El mundo entre 2014 y 2017 creció a una tasa muy similar a la de los últimos 40 años (desde 1980 el mundo ha crecido en promedio 3,5% y en 2014-2017 lo hizo en 3,4%, según cifras del FMI). El precio del cobre sigue siendo elevado en términos históricos, y en lo más reciente ha subido. Por otra parte, las condiciones financieras externas han sido favorables, con acceso abundante y barato al financiamiento internacional, y el precio del petróleo ha caído en forma significativa. Claramente, no es un escenario externo que justifique un desempeño tan pobre. Además, Chile creció en períodos pasados a tasas elevadas con mucho peores condiciones externas que las de los últimos cuatro años. Este será el primer cuatrienio, desde mediados de los 80, en que el crecimiento es menor que el mundial en los cuatro años. La inversión no lo ha hecho mejor, anotando, según las proyecciones del Banco Central, su cuarto año de caída consecutiva este 2017. Peor que todo es que este enfoque, al poner todo o mucho del peso en las condiciones externas, lleva a la autocomplacencia y a la inacción, a la sensación de que las cosas se han hecho bien y, luego, a no modificar el rumbo.

No más retroexcavadora, no más improvisaciones y no más displicencia respecto del crecimiento. Sí a los acuerdos amplios y a las políticas públicas basadas en conceptos sólidos y en evidencia.

Para empeorar aún más el argumento, algunos de estos economistas prosiguen y, dándoselas de adivinos, sostienen no sólo que este gobierno ha tenido mala suerte, sino que el siguiente tendrá buena suerte. Parece más bien un "parche antes de la herida", por si el candidato que hoy lidera las encuestas, que por cierto ellos no apoyan, gana y lo hace bien. También cuando hacen un análisis sobre el desempeño económico del gobierno anterior, dado que es imposible no reconocer los notables números que obtuvo, vuelven sobre el argumento de la suerte: ¡Es que él tuvo buena suerte!

El gobierno está en sus últimos meses. Deja una dura tarea a la próxima administración, que deberá recomponer confianzas si se quiere volver a la senda del crecimiento. Además, las arcas públicas están bajo tensión, no sólo por el elevado déficit fiscal, sino también por los compromisos adquiridos hacia adelante. Se requerirá un manejo muy austero, que por cierto se hace más difícil cuando la economía está débil.

La baja en la clasificación de riesgo, la primera desde que tenemos rating, es una consecuencia del bajo crecimiento y del deterioro fiscal. Se trata de una advertencia hacia nuestras políticas públicas.

En fin, no se trata de llamar la atención sobre el magro desempeño durante este gobierno para denostar y apuntar con el dedo, sino para sacar lecciones, de forma que podamos levantar cabeza en los años que vienen y lleguemos finalmente a ser un país desarrollado. No más retroexcavadora, no más improvisaciones y no más displicencia respecto del crecimiento. Sí a los acuerdos amplios y a las políticas públicas basadas en conceptos sólidos y en evidencia. Si incorporamos estas lecciones y retomamos el camino de hacer bien las cosas, estoy seguro de que volveremos a ser un país "con suerte". Más aún, les digo a mis amigos de la teoría de la suerte, que para estas próximas elecciones no vuelvan a cometer el error de votar por candidatos con "mala suerte".