Hasta hace algunos años había un tipo de declaración recurrente que me parecía fascinante. Era casi un género en sí mismo. Usualmente se trataba de entrevistas concedidas por algún político "joven" -lo que en Chile quería decir cualquiera menor de 50- que buscaba capturar la simpatía de la opinión pública anunciando que desde la caída del Muro de Berlín, la vieja división política entre izquierda y derecha había perdido sentido. La sintaxis del discurso solía ser la misma: Unión Soviética, fracaso, muro, Berlín, libre mercado. Lo decían con el entusiasmo de quien volvía al pueblo luego de una travesía por el mundo y necesitaba contar lo que había visto allá afuera. Enseguida, reflexionaban sobre el derrumbe de las ideologías -un par de frases hechas- y rápidamente pasaba a los índices macroeconómicos.
Usualmente, quien concedía estas entrevistas era algún dirigente hombre de un partido de derecha, aunque él prefiriera que a ese sector se le denominara "centroderecha". Lo que más me interesaba en este tipo de declaraciones era el ejercicio de voluntad que involucraban; el político era alguien que necesitaba convencer a otros sobre lo valioso de su propia identidad ideológica y lo hacía a través de la negación.
El mensaje consistía en decirle una y otra vez a la opinión pública que aquello que estaban viendo -un dirigente político conservador de pantalón caqui y camisa celeste hablando del mercado- en realidad no era tal cosa, sino otra. ¿Y por qué era diferente a aquello que todos creían estar contemplando? Simple: porque el mundo era distinto. Había que actualizarse. La realidad exhibía una pipa y el dirigente aseguraba que eso no era una pipa, argumentando que el problema de percepción no era suyo, sino de los otros que no conocían el nuevo alfabeto que él ya dominaba con destreza.
Lo que en psiquiatría podría corresponder a un trastorno de personalidad, en política era usado como una herramienta para capturar votos.
Las buenas noticias es que a partir de la actual campaña de Sebastián Piñera aquella estrategia parece haber sido superada y sepultada. Ya no es necesaria. La derecha chilena ha vuelto en gloria y majestad sin complejos, anunciándole al país que buscará frenar todo cambio. Nos asegura que establecerá un Estado de deberes para una ciudadanía malcriada con tantas expectativas de derechos. La campaña de Piñera-esta vez en su versión Trump aclimatada al Valle Central- le promete a Chile que a la hora de legislar los textos bíblicos tendrán un lugar de privilegio y que sólo se tolerará un modelo de familia oficial. Todo muy claro, en negro sobre blanco, hasta con un "¡Viva Pinochet!" de fondo.
La mala noticia es que la práctica de psicomagia identitaria no desapareció del todo, sólo se mudó de sector. Como los microbios que buscan el lugar adecuado en donde multiplicarse -un cuerpo sin defensas, los restos de un festín en descomposición- encontró refugio en la candidatura de Alejandro Guillier, quien nos sugiere de manera intermitente que él -un senador y ahora aspirante a la Presidencia- no es un político. ¿Qué es entonces? Eso no lo ha dejado claro, pero ha dicho que tampoco quiere involucrarse en las discusiones de los partidos. Guillier tomó la pipa en sus manos y le dijo al país que eso que veíamos era algo muy diferente, que no era una pipa, sino un asunto que la opinión pública debiera saber distinguir y valorar por sí misma.
Como en una coreografía coqueta y caprichosa, el candidato se acerca y se distancia de las agrupaciones que lo apoyan, según los acontecimientos de la semana, situándose en el lugar de las bisagras, en los intersticios entre baldosines, disfrazando la ambigüedad de independencia, esperando que los votos lleguen gracias a la virtud de esquivar las responsabilidades y asumir el rol del huésped de una casa ajena; alguien que está allí sólo para disfrutar de la hospitalidad de los anfitriones sin asumir los molestos inconvenientes cotidianos, ni menos aún, pagar las cuentas que acarreará su inesperada visita.