EL GOBIERNO acaba de anunciar el envío de un proyecto que modificaría el actual sistema de acreditación. Es una especie de respuesta al escándalo en que se ha visto envuelta la Comisión Nacional de Acreditación (CNA). A partir de lo poco que se conoce de la iniciativa legal, el remedio propuesto podría resultar peor que la enfermedad.
Con la entrada en vigencia de la Ley 20.129, la acreditación quedó vinculada a la entrega de recursos públicos a los planteles de educación superior. Particularmente, está asociada al Crédito con Aval del Estado (CAE). Para muchas instituciones, el CAE representa hoy cerca del 50% de sus ingresos anuales y, por consiguiente, la acreditación institucional se transformó en una necesidad económica más que en una oportunidad para mejorar sus procesos internos y su calidad. Vincular el CAE con la acreditación fue el mayor error de la Ley 20.129.
Esta gran "zanahoria", incentivo propuesto por la autoridad de la época para que las instituciones se sometieran al proceso (voluntario) de acreditación, se transformó en un elemento distorsionador del proceso.
El proyecto anunciado no sólo mantiene el CAE vinculado a la acreditación, sino que le agrega una "sandía" a esta "zanahoria". Según lo informado por el ministro Beyer, aquellas instituciones que no se acrediten no sólo no recibirán el CAE, sino que sus títulos y grados no serán reconocidos por el Estado, lo que, en la práctica, implica el cierre de la institución que no obtenga la certificación. Es decir, si hoy la acreditación es fundamental para asegurar la viabilidad económica, el nuevo proyecto la transformará en cuestión de vida o muerte para las instituciones. Si hoy existe un incentivo para buscar la acreditación institucional por medios ilegítimos, con el nuevo proyecto esto crecerá exponencialmente.
El segundo gran error tiene que ver con la enorme concentración de poder en el nuevo organismo estatal (la Agencia Nacional de Acreditación): licenciamiento, acreditación institucional, acreditación de pregrado, acreditación de posgrado y fiscalización. Además, con derecho a controlar el desarrollo y crecimiento de las instituciones, como también de cerrarlas.
Se crea así un organismo todopoderoso, con marcado énfasis en lo punitivo. De paso, el proyecto deja fuera de acción a las agencias especializadas (privadas) de acreditación. Esto último no tiene ninguna explicación racional. Las agencias han realizado más de 1.000 procesos de acreditación, descomprimiendo un sistema que estaba absolutamente colapsado desde fines del 2006, y ninguna de ellas está vinculada al escándalo judicial que afecta al actual organismo estatal. Dejar fuera a las agencias especializadas no tiene justificación, y de seguro generará un nuevo colapso del sistema.
La acreditación debe entenderse como un proceso de autorregulación, con miras al mejoramiento continuo. Entenderla como un mero proceso de control estatal (lo que pretende el proyecto) es matar su espíritu. Si lo que quiere el gobierno es aumentar la regulación y mejorar los sistemas de control, puede hacerlo por otras vías, como es la Superintendencia de Educación Superior.
La solución a la actual crisis es desvincular la entrega de recursos económicos con la acreditación.