Ahora habrá metáforas y alabanzas así como las tardías declaraciones de venganza de sus enemigos, pero lo cierto es que el movimiento revolucionario mundial ha perdido su baluarte más emblemático desde su fundación, quizá superior al de Lenin sobre la locomotora de la estación de Finlandia el 3 de abril de 1917. La incertidumbre y el vacío se dejarán sentir de inmediato. No se trata de lo que el actual gobierno de Cuba pueda enmendar para seguir adelante o para conseguir más plazos de estadía en el poder, todas esas maniobras de supervivencia que implementarán con más o menos fortuna, sino de algo que, en justicia, la forma adecuada de llamarle es sagrado: el concepto mismo de la Revolución, de la capacidad de los hombres para concebirla, cómo lanzarla al escenario y luego llevarla a cabo de manera ininterrumpida. Eso no volverá a recuperarse probablemente nunca más.
La vida de Fidel Castro, Fidel Castro con su ajado uniforme de campaña, los bolsillones cargados de papeles, tabacos y mecheros, esa voz entre infantil y rajada y tremebunda, los arcos apocalípticos que describían sus brazos en la furia de cualquier discurso, la barba, la barba rala y de arduo crecimiento en el rostro de un lampiño y que, pese a todo, fue su símbolo junto a un fusil belga de mirilla telescópica, el fusil con el que cobró su primer muerto en la campaña de la Sierra Maestra al efectuar el disparo inicial del asalto del cuartelito de La Plata el 17 de enero de 1957 y volarle la cabeza a un soldadito que se acomodaba en su taburete, es una porción de lo que se nos ha escapado. Un problema, de peso, a considerar para los que nos quedamos vivos. A partir de hoy, el sustento y propósito de nuestras vidas se halla en el pasado. En el futuro no existe nada con que superemos lo que ya, en su propio desarrollo cotidiano, era una leyenda. Queda advertido que de ahora en adelante no existirá un puñetero, mediocre político o cabecilla contrarrevolucionario en capacidad de redimirnos. Ningún pueblo puede redimirse dos veces. Lo cierto es que no nos dejó ser ciudadanos comunes, no nos permitió ablandarnos en la abulia de las siestas ciudadanas, y nos convenció que desde los griegos hasta la fecha, la única felicidad posible es la que se obtiene alrededor de las fogatas, en los altos bosques, cuando vivaqueas al regreso del combate.
Militar, sin duda. Tal su marca distintiva. Victoria militar sobre Batista. Derrota de los yanquis en Bahía de Cochinos. Derrota de Somalia y de Sudáfrica y tropas cubanas dislocadas por cualquier rincón del planeta. Pero tantas aventuras y tanto retozar con la gloria empañan a la postre la visión de algo que subyace en el punto de arranque de toda esta historia suya y del proceso bajo su mando. El origen y la esencia rigurosamente intelectual de Fidel Castro suele ser un asunto a eludir por biógrafos e historiadores. El estudioso, el hombre de gabinete, resulta una materia incómoda para quienes han hecho una carrera literaria en la fácil disciplina de satanizarlo. La revolución cubana fue pensada. Existió primero entre las paredes de la imaginación de este hombre. Un proceso de carácter intelectual poco común en los manejos políticos del área y que muchas veces resultó profético. "No basta con tumbar a Batista -le dijo a uno de sus capitanes, Manuel Penabaz, a fines del otoño de 1958-. Tenemos que prepararnos para gobernar este país por lo menos durante 25 años. Primero, para lograrlo, tengo que organizar un ejército de 300.000 hombres. Así los yanquis no van a tener cojones de meterse conmigo".
Fidel entendió como nadie qué era lo caótico tanto en Cuba como en América Latina y que se le identificaba a simple vista. Para empezar, el problema de la tierra, de la propiedad de la tierra. Pero supo ver, además, que donde esa crisis se reflejaba con acuciosidad y con reclamos de urgencia era en una masa depauperada de campesinos con unos escasos sino inexistentes servicios de educación y salud. Fidel, hijo del terrateniente Angel Castro, dueño de la mitad de la región de Birán, creció en medio de esas criaturas macilentas, desdentadas, las barrigas reventándoseles por los parásitos. De modo que los problemas a resolver se llamaban salud pública y educación. Lo demás era repartir un poco de tierra, otro poco de comida y alguna ropita. Aunque, ojo, tampoco permitirse nunca que los caballos se desbocaran. Porque la segunda cosa que supo Fidel Castro -probablemente a las pocas horas de desalojar a Batista del poder y quedarse sin enemigos, al menos momentáneamente, hasta que reenganchara la otra bronca con los americanos- es que la solución completa y satisfactoria de los problemas sociales y económicos, estos últimos sobre todo, equivalen a decretar el fin de la Revolución. Por el contrario, la solución inmediata y de acceso gratuito para toda la población de la medicina y la educación se convertirían en los estandartes de su proceso. El dinero a recaudar por el país se destinaría para esas campañas y no para crear desigualdades dentro de la población, y sobre todo -lo realmente peligroso- el surgimiento de los grupos de concentración plutocrática. Desde luego que la solución de los problemas internos no era el objetivo final de la Revolución. Eso es algo -en las semanas y meses venideros lo comprobarán- que él deja para los herederos. El idealismo ha terminado. Dedíquense de inmediato a los asuntos materiales. Busquen dinero para sobrevivir, no ideas.
Fidel el gladiador. Hubo audacia y despliegue de ingenio en sus empresas. Pero él sabía combinar estos arranques de intrepidez con la eficacia de un puntilloso control, de no dejar los detalles al libre albedrío, de constantes comunicaciones por radio con sus comandantes en el terreno. De modo que las características suicidas no aparecían en sus programas y es algo que la nación, en aquellos instantes de grandeza, aún se la deben a Fidel. Tuvieron gloria, pero la vida no estaba en un rango aceptable de riesgo. Evitó la destrucción de punta a rabo de la isla, porque actuaba sobre la base de golpes ofensivos medidos con precisión. Véanlo de esta manera: se trata de la conducta que podemos esperar de un sibarita. Oh, cómo disfrutaba. Gustaba de las mujeres, de las que disponía a su antojo; de los ostiones crudos por cubos, de los helados de chocolate, de la sopa china de la Plaza del Mercado de La Habana espesada con camarones y jamón y tres yemas de huevo flotando en superficie y, entre los placeres mayores, sus triunfos bélicos. Olvídense de su continuo hablar de la muerte. Por regla general, era una referencia a la mortandad que se causaba al enemigo. Nunca luchó para perder. Y en este orden de naturaleza táctica, siempre actuaba sobre la base de una abrumadora superioridad de fuerzas. Claro que a veces no contaba con ellas, pero lo hacía creer. He aquí otra de sus virtudes. La excelencia de su propaganda, a veces en una extraña mezcla de sueño con objetividad. Empezó con un enviado de The New York Times, Herbert Matthews, en la finquita de Epifanio Díaz el 17 de febrero de 1957, al caer la tarde. Hizo pasar a la media luz del crepúsculo a los mismos 20 hombres de su esmirriada guerrilla, que se intercambiaban sombreros y armas, por lo que el veterano periodista creyó contar a centenares de hombres.
Por otro lado, como método de aseguramiento, si bien es cierto que hizo transcurrir casi toda la Revolución bajo la protección de los conflictos internacionales en los que se metía, tuvo además el tacto y la inteligencia de actuar -es el caso, al menos, de sus mayores expediciones militares- en conveniencia con los acuerdos internacionales vigentes. Obtenía dos beneficios esenciales de las contiendas. Uno, que alejaba la primera línea de defensa del país. Imagínense la que se hubiese armado en este planeta por un ataque yanqui contra Cuba, digamos a mediados de los 80, cuando tenía más de 500 tanques pegados a la frontera de Namibia. Esa gente suelta por toda Africa y a sabiendas de que los yanquis les estaban bombardeando la casa de los padres. Por otro, le ofrecía un sinnúmero de argumentos plausibles a escala internacional, sobre todo en los países del Tercer Mundo, que lo veían como su redentor. Quizá, si de esto se derivó algún efecto negativo para su persona como proyección histórica, fue el de tener demasiadas batallas victoriosas. Tantas, que estaba obligado a repartirlas cuidadosamente entre sus generales. El peligro mayor inherente residía en que la última batalla significativa que lo tuvo al frente de sus tropas fue Playa Girón. Y las emociones y glorias ciertas de aquellos tres días de abril de 1961 se alejaban en el tiempo. Se tornaba en historia, es decir, en un material que es útil sólo como puro icono de la propaganda revolucionaria. Y eso sí se le sabe emplear. Estaba ocurriendo a casi 14 años del último disparo de aquella batalla cuando las nuevas campañas cobraban una impronta inesperada en la vida de la sociedad cubana, especialmente en amplios sectores de la juventud y los altos mandos militares -sus comandantes. Y era algo que, de ninguna manera, Fidel podía desatender. En todo caso, porque la presencia militar cubana y las batallas que ganaban, primero en Africa, luego en Centroamérica, fueron siempre de mayor envergadura que la de Girón. Exigieron ingentes esfuerzos materiales y comprometer la voluntad de miles de hombres, pero debía evitarse que adquirieran mayor relevancia que Playa Girón. Fidel no estaba allá, disparando cañonazos desde su viejo cañón soviético autopropulsado SAU-100. Cierto que produjo tres guerras teledirigidas antes que la historieta de los yanquis en el Irak de 1991. Y fue capaz de ocupar tres países -y por poco cuatro. Pero no había imagen suya. Así que proveería en ausencia y llenó cuanta pared de Nicaragua, Etiopía y Angola tuvieron delante sus instructores políticos militares. Eran unos pósters enormes que alababan la batalla de Girón y en los que se desplegaba la tan conocida foto suya descendiendo de un tanque después de cañonear el buque Houston de la brigada invasora. Y de ahí surgieron las derivaciones en los portaestandartes de la propaganda de combate. Angola: un Girón africano. Nicaragua: la segunda gran derrota del imperialismo yanqui en América (ya saben cuál fue la primera). Y cada una de las oportunidades fue aprovechada en clasificar las victorias de las expediciones como reiteraciones de la obtenida primero en Playa Girón. Y no se trataba de que su ausencia del campo de batalla actuara en detrimento de las acciones. Se trataba, en definitiva, de cuidar la paz social dentro de Cuba. Los muchachos que iban a combatir voluntariamente a Africa se podían moldear y a su regreso se les daban tareas y les decía ahora la lucha es construir esta fábrica o sembrar malangas. Pero ese Estado Mayor, a esa gente había que amarrarlas cortito. La experiencia histórica indica que un país de guerreros invictos está obligado a ser muy represivo.
Pero hubo algo evidente desde Playa Girón, y es esa relación de signo en su destino de guerrero. El destino del tiempo. Una especie de tenso equilibrio siempre en la frontera de la crisis que determinaba sus batallas. En un minuto se decidía el futuro completo. En el Moncada, en la Sierra, en Playa Girón, en Angola. El sino de Fidel. Una categoría aceptable desde el punto de vista del materialismo histórico si lo echamos en el saco de la casualidad. Pero habla también de una paradoja. La del hombre que vivió demasiado tiempo para sus batallas tan rápidas. Y el tiempo extendido conspira contra la gloria. Qué difícil nos resultaba aceptar al anciano ataviado con mono deportivo que se esforzaba por mantener encarrilados sus pensamientos mientras intentaba transmitirnos los que ya reconocemos como mensajes postreros.