En la literatura actual existen tres críticos que pueden considerarse popes, es decir, cuyas opiniones pueden remecer o encumbrar la trayectoria de un autor. Me refiero a Harold Bloom, Marcel Reich-Ranicki y George Steiner. Los tres son eruditos, de sentencias filudas y han demostrado independencia a la hora de calibrar lo que leen, sin seguir ninguna escuela ni doctrina. Son influyentes porque han escrito libros cruciales y porque colaboran en la prensa aportando puntos de vista y claridad para referirse a asuntos espinudos. Además, son intelectuales resistidos por los académicos ortodoxos, aunque a estos popes esta clase de detractores les sirve para encumbrar su fama de iconoclasta.

De los tres, el más accesible y generoso es George Steiner. Así lo definió Susan Sontag, que lo admiraba pese a que no coincidía con él en muchas interpretaciones. Con agudeza y distancia, Sontag señaló que Steiner "piensa que hay grandes obras de arte que son claramente superiores a cualquier otra cosa en sus diversas formas. Cree que sí existe una seriedad profunda. Y las obras creadas a partir de una seriedad profunda nos exigen, a su juicio, una atención y una lealtad mayores, cualitativa y cuantitativamente, a las que nos exige cualquier otra forma de arte o entretenimiento".

Este juicio se puede corroborar leyendo el recién aparecido volumen George Steiner en The New Yorker (Siruela, $ 35.000). El libro es una antología de artículos que Steiner escribió entre 1967 y 1997 en la publicación norteamericana. En cada uno de estos textos exhibe su penetrante inteligencia y despliega su prosa eficaz para dilucidar y ponderar a escritores y pensadores de disciplinas tan diversas como la historia, lingüística y política. Mezcla en sus análisis datos e ideas con anécdotas mínimas, y suele acercarse a los temas por las orillas, por medio de digresiones. Cuando tiene seducido al lector con su estilo lleno de matices, comienza a entregar sus conjeturas.

El ensayo sobre Céline, por poner un caso, comienza con la atrabiliaria historia de su gato Bébert, para luego pasar revista con aséptica ponderación crítica a las novelas e injuriosos panfletos antisemitas del autor de Viaje al fin de la noche.

Steiner apuesta por una crítica que fluye como un caudal transparente, libre y substancioso en el que se funden distintos saberes. Descansa en su formación humanista, en su conocimiento de muchas lenguas y en los métodos teóricos de la literatura comparada. Le gusta confrontar a sus adversarios. Prueba contundente de ello es su brillante estudio de las memorias del arquitecto y ministro de Hitler, Albert Speer. Pero lo esencial de Steiner es su original perspectiva para examinar a clásicos modernos, como Levi-Strauss, Russell, Borges y Koestler, entre otros.

De los tres popes de la crítica, Steiner es el más escrupuloso a la hora de los juicios, el más sutil y metafísico. Leerlo es un gusto adquirido.