Hay que agradecer que el jurado que seleccionó a Dawson Isla 10 para competir por el Oscar en representación de Chile no esté también a cargo de la imagen-país ni de la oficina de promoción de nuestras exportaciones. Menos mal. Si así fuera, andaríamos vendiendo como atributos nacionales no la pureza de los paisajes australes, sino la contaminación atmosférica de Santiago. Y el ron made in Chile, por supuesto, calificaría en el catálogo de nuestra oferta exportadora mucho antes que los vinos.
Como se trata sólo de una película, muchos dirán que el error no es tan grave. Total, dicen, las películas son sólo películas. Pero, por desgracia, al postergar a La nana, nos farreamos la oportunidad de acudir al Oscar del año próximo con uno de los pocos títulos de estatura más o menos competitiva que han salido del cine chileno en los últimos años. Perdió, es cierto, la película de Sebastián Silva. Pero mucho más perdió el país.
El episodio tiene varias aristas que son indignantes. Por supuesto, la primera condición para elegir una cinta llamada a intervenir en una competencia cinematográfica internacional debería ser la calidad. Siendo así, sólo hay dos posibilidades: o los jurados prefirieron priorizar factores que son extracinematográficos o bien andaban tan extraviados que nunca atinaron a distinguir lo que es una buena película de una mala. Ninguno de los dos escenarios es muy estimulante. Y aunque hay numerosas razones para sospechar de que aquí volvieron a operar las viejas trenzas y compadrazgos de nuestro aparato cultural, personalmente creo que el problema es peor. Porque hay mucha gente que genuinamente y de buena fe cree que Dawson Isla 10 puede ser una película superior a La nana. Y el error no es del público. Los que se equivocaron esta vez son más bien gente que supuestamente sabe de cine.
Lo lamentable es que en ese despropósito los jurados no estuvieron solos. Sin ir más lejos, el operativo Dawson contó con la complicidad de buena parte de la crítica local, que subestimó, mostró las garras o reaccionó con singular fiereza frente a La nana -por supuestas ligerezas de orden político, al parecer- pero acogió con guante blanco y generosos subsidios de orden crítico -tres estrellitas, por lo bajo- a ese cocodrilo embancado que terminó siendo la película de Miguel Littin.
La nana -me parece- no es una película perfecta. Nunca está muy claro desde dónde está narrada -si desde el prisma de ella, si desde la perspectiva de los patrones, si desde la óptica del chiquillo chico o de las otras nanas- y eso a veces desorienta. Pero tiene un tremendo personaje -extremo, patológico- y una tremenda actuación, la de Catalina Saavedra. Es un personaje que tiene misterio, que evoluciona, que al final no es igual que al comienzo y respecto del cual la película es mucho más lúcida, como lo destacó Pato Navia, de lo que varios de nuestros críticos creyeron.
El ninguneo nacional a la película de Sebastián Silva es preocupante en términos culturales. Aparte de dejar mal parada a la crítica nacional, el fenómeno deja con poco piso la proyección del cine chileno en el exterior. Por angas o por mangas, las dos únicas películas por las cuales Chile ha destacado internacionalmente en los últimos años -Tony Manero y La nana- encontraron afuera lecturas críticas mucho más interesantes que acá. Nadie es profeta en su tierra, se dirá. El problema es que para proyectar debidamente una cinematografía es raro que la producción vaya para el norte y la crítica para el sur. El buen sentido diría que, aparte de buenas películas, se requiere alguna interlocución y retroalimentación entre una instancia y otra.