Se fugó. Durante horas vagó por el centro. No sabía a dónde ir pero no quería volver al internado. Llegó hasta el río Mapocho y bajó. Desde una casucha de cartón, un grupo de chicos le hizo señas. Se acercó y conversaron, con simpatía pero conservando la distancia, estudiándose como mini boxeadores, y terminó regalándoles su chaqueta. Con ella compraron pan, queso y carbón. Pasó la tarde con ellos, rodeado de basura y quiltros pulgosos. Y lo pasó bien. Mucho mejor que en el internado donde los curas abusaban de él, y más a gusto incluso que con su madre, aficionada al deporte de romper palos de escoba en su cabeza. Quiso quedarse, ser uno más del grupo, pero había un precio: si te querís quedar, le dijeron, tenís que robar.
No es la historia de Cisarro, el pequeño que se robó la atención esta semana. Ochenta años antes, Alfredo Gómez Morel se convertía en aprendiz de ladrón. Era un niño y había sufrido muchos golpes: abandonado por su mamá, fue a dar a un orfelinato donde conoció el lado B de las manos de monja: las religiosas trataron de santiguarlo a punta de bofetadas. Se escapó y por un tiempo vivió con su madre, quien cultivaba una singular forma de ternura: "Por ti, huacho inmundo, soy una desgraciada. Cada vez que te miro, veo al canalla de tu padre".
Internado nuevamente, sufrió con dos sacerdotes de moral torcida. Se fugó para huir de ellos. Así llegó al Mapocho, al que volvería con mayor frecuencia. "Cada vez que bajaba al río llevaba conmigo cuantas cosas podía robar a mis compañeros de colegio: ropa, dinero, zapatos, cubiertos incluso. Creo que no robaba cosas ni objetos. Robaba amor, robaba efectos personales de los estudiantes para poder comprar el rudo cariño de los pelusas".
Detenido más de 280 veces, Gómez Morel es un antepasado literario de Cisarro. Relató su historia en El río (1962), novela que puede leerse como una postal de época, como una pieza clave de la narrativa de autores "choros" (Luis Cornejo, Armando Méndez Carrasco) y como uno de los títulos que integra la antología universal de niños delincuentes. Un equivalente sudaca -salvando las distancias- del Diario de un ladrón, de Jean Genet.
Desde entonces ha corrido mucha agua: los pelusas se trasladaron a las poblaciones, formaron pandillas y se armaron como pistoleros. En las últimas semanas el tema saltó al primer plano y tomó por sorpresa a todos. Pero la literatura, acaso la más atrevida o la más terrible -no la novelita de peluquería, naturalmente-, se estaba haciendo cargo de él en todo el continente.
Basta leer La virgen de los sicarios, de Fernando Vallejo: un doloroso retrato de Colombia y sus niños convertidos en asesinos a sueldo por los narcos. O Piedras encantadas, de Rodrigo Rey Rosa, nombre de una de las bandas infantiles más peligrosas de Guatemala. O Ciudad de Dios, de Paulo Lins, donde Ze Miudo (o Ze Pequeño) espera en el auto a que sus amigos asalten el motel mientras acaricia un revólver y siente ganas de "matar sin demora a unos cuántos para hacerse famoso", para que lo respeten como a un grande en la favela.
En Chile, Cisarro podía distinguirse ya entre los flaites que saltan la reja del estadio o los niños que crecen junto al Zanjón de la Aguada y que habitan las crónicas de Pedro Lemebel, el escritor chileno actual que mejor ha retratado a los pendejos delincuentes. Y se anunciaba también en el teatro, en las potentes obras de Luis Barrales (Hans Pozo, Las niñas araña). Es el extraño poder que a veces logra la literatura: iluminar la vida.
Como lo hizo Gómez Morel, el ladrón que se convirtió en novelista y que murió, coincidentemente, hace 25 años: el 15 de agosto de 1984.