En la entrada del barrio de Manguinhos aguarda una patrulla de la policía. En el medio pasa el viaducto de hormigón del Metro. Alrededor se extiende un rompecabezas de callejuelas y placitas sin asfaltar, casas que se apoyan la una en la otra, frágiles y húmedas bajo la lluvia ligera, canchas de fútbol y puestos de fruta o comida. Unos niños corren y se pasan una pelota, descalzos. En esta favela del norte de Río de Janeiro esperan al Papa Francisco. Mañana, el Pontífice argentino visitará una zona del interior, llamada Varginha, donde viven cerca de 3.000 personas. Y con él llegarán miles de peregrinos y cientos de periodistas.

La visita a la favela es uno de los compromisos que Jorge Mario Bergoglio quiso añadir a la programación oficial de la Jornada Mundial de la Juventud. Tal como la visita que hizo Juan Pablo II a otra favela, en 1980. Dicho, hecho. Los obispos y los organizadores de la cita brasileña le propusieron al Papa Francisco acercarse a este "margen" de la ciudad carioca, una zona de muy bajo desarrollo, hasta hace pocos meses campo de batalla entre narcos. El obispo de Roma -que antes de salir para Brasil fue a Lampedusa, donde desembarcan los inmigrantes africanos- quiere llevar "el regalo más valioso que tengo, Jesús" hasta este rincón que contradice la imagen de un país que vive lanzado en el futuro, con una economía que marcha sobre ruedas.

"Es una alegría para todos nosotros. Levantamos la iglesia aquí en el medio, con un esfuerzo colectivo y este es el regalo más bello, inesperado", se emociona el párroco de San Jerónimo, Marcio Queiroz. En la capilla, un pequeño local de apenas cinco metros de ancho y siete filas de bancos de madera, se ultiman los preparativos: el sonido, las luces. No hay ornamentos, sólo algunas estatuillas de la Virgen, de San Jerónimo y un crucifijo en barro pintado. Todo está brillante, como si alguien acabara de sacar brillo con esmero. Encima del altar, un mantel bordado y dos velas amarillas. Huele a limpio. "Bienvenido Francisco", se lee en una lámina que cuelga al lado de la puerta de entrada. Se calcula que en la población hay igual número de fieles católicos que de evangélicos, pero todos celebran al Papa.

Los parroquianos eligieron a siete familias para que si Bergoglio quiere, pueda entrar a sus hogares y saludar. Conociéndolo, es muy probable. Amara Marino tiene 82 años y su casa se parece a la capilla y al barrio que la comprime: estrecha, sin adornos, cables a la vista, muebles humildes, limpieza y orden. "Soy una de las sorteadas. Ojalá venga a visitarme Francisco", dice. Amara está enferma del corazón. En una hoja tiene apuntada todas las medicinas que tiene que tomar al día. Gasta la mitad de su pensión, 600 reales (US$ 270), para curarse. "Si es que consigo hablar, sólo le diré al Papa: '¡Te quiero!'". No espera milagros ni cambios en una vida que transcurrió entera en ese barrio.

Pero ya se ha logrado un milagro. Se colocaron puntos de iluminación que no existían, se cerraron cloacas, se retiraron puntos de basura sin control que había dentro de la favela, urbanizada hace tan sólo 10 años. "Es que no suelen verse muchas autoridades por aquí", comenta Milton Abreo Sardinha, 58 años y tres hijos. Trabajó 35 como camionero, ahora está jubilado y es vecino de Varginha desde siempre.

Los preparativos de la visita a la favela se desarrolla en el pleno de la polémica por los fallos de seguridad en el traslado de Bergoglio desde el aeropuerto, el lunes. Su auto fue tres veces inmovilizado por la muchedumbre. Entusiasmo, pero también peligro, según comentaron ayer en Brasil varios expertos en seguridad. Sin embargo, el portavoz del Vaticano, Federico Lombardi, comentó que el Papa no va a cambiar su decisión de utilizar un vehículo abierto durante los eventos masivos. El peregrinaje al santuario de Aparecida de hoy será un examen, para averiguar si las autoridades aprendieron la lección.