Conocí a mi casi futuro esposo en segundo medio. Anduvimos un tiempo y nos separamos cuando salimos del colegio. Nos encontramos cinco años después, cuando estaba por terminar mis estudios de secretariado, y empezamos a salir otra vez. Yo estaba muy enamorada y sentía que él realmente me amaba, nos fuimos a vivir juntos y después de cuatro años quedé embarazada. Conversamos que lo mejor era casarnos, les contamos a nuestros amigos y familia, fijamos fecha para el matrimonio civil y una fiesta con 50 invitados el 10 de marzo del 2000.
Me compré un traje formal, adecuado para mis siete meses de embarazo, y organicé todo. Pero una noche, 10 días antes del matrimonio, discutimos y me confesó que no quería casarse, que era mucha responsabilidad, que no podía sacrificar su juventud y que tenía mucho miedo. "¡Yo también, pero llevo una guagua adentro!", le dije. Me ofreció cancelar todo y seguir juntos, pero le pedí que se fuera y no volviera. Esa misma noche boté todo lo que dejó, hasta las sábanas, para no sentir su olor, y me fui a la casa de mis papás.
Todos se lo esperaban, menos yo. Nunca me di cuenta de las señales, que eran muy evidentes: nunca se compró el traje, nunca opinó nada de la fiesta ni de los invitados.
Al otro día, llamé a todos los invitados para decirles que se había cancelado. Mi hermana empezó a devolver los regalos, casi todos ya en mi casa, y nadie los aceptó de vuelta. Le decían que casi había sido abandonada y con una guagua en camino. Llamé al banquetero para anular la comida y me dijo que había expirado la fecha para retractarse, que tenía que cobrarme el total. Lo mismo con el arriendo en el salón de eventos de las Fuerzas Armadas.
Entonces pensé: "Si ya está todo pagado mejor hacer la fiesta igual". Así podíamos aprovechar, además, de bautizar a mi sobrino. Llamé a todos los invitados y les dije que seguíamos adelante en formato de "matribautizo". Hubo que buscar un cura que aceptara hacer la ceremonia sin las charlas previas a los papás, pero cuando le explicamos a uno mi situación de abandono pre-matrimonio aceptó inmediatamente.
Unas horas antes una tía, viuda de un general de las Fuerzas Armadas, nos recomendó no avisar que íbamos a cambiar de ceremonia y menos que me habían dejado plantada, porque podía traer problemas protocolares en el lugar. ¿Qué hicimos? Me puse el traje que había pagado en varias cuotas y entré al lugar bajo el brazo de mi primo, vestido de novio, y lo hicimos pasar por mi futuro marido.
Hubo un cóctel, después una cena y finalmente una fiesta bailable con bar abierto. Por supuesto que no me quedé mucho, porque tan masoquista no soy. Les dije a los invitados: "Por razones obvias, no quiero estar aquí, pero ustedes sí, y tienen hasta las cinco de la mañana, porque está todo pagado. Disfrútenlo por mí".
Muchos se reían de cómo me tomaba la situación, incluso me dijeron que me veía muy bien y tranquila, pero por dentro estaba destrozada. Después lloré, pateé, grité y sufrí todo lo que pude. Rogaba que se me quitaran las ganas de volver a estar juntos.
Dos meses después nació mi hijo. Llamé a mi ex para decirle que estuviera conmigo en el parto. "No voy a ir", me dijo. Él luego lo visitó un par de veces y desapareció un año y me las tuve que arreglar sola. Pero un día, mientras estaba con mi guagua sirviéndome el desayuno me di cuenta de que llevaba horas sin pensar en él. Se había acabado ese amor enfermizo y que era momento de dar vuelta la página. Sentí que era libre.
Pero unas semanas después apareció. Llegó a mi oficina con flores, me pidió disculpas, me explicó que se había dado cuenta de su error y que estaba listo para que volviéramos a estar juntos. ¡Incluso me dijo que ahora sí nos podíamos casar! Boté las flores y lo ignoré. Me esperó afuera del trabajo, me siguió y se sentó afuera de la casa de mis papás. Empezó llamar a mi casa y me pedía que nos juntáramos. Nunca lo hice.
Actualmente, mi hijo mantiene una relación estable y directa con mi ex pareja. Él sabe que cuenta con su papá, se llaman por teléfono y se visitan constantemente. También lo ayuda económicamente con los temas universitarios.
Hoy me doy cuenta de que yo también tuve parte de la culpa: de alguna forma presioné para casarnos, me faltó experiencia, me jugó en contra la juventud, el embarazo y las ganas de formar una familia. Pero él pudo haber sido más valiente y decírmelo antes.
Han pasado 18 años y todos los fines de semana, sagradamente, cuando sale a carretear, me llama, me manda mensajes de texto —porque lo bloqueé en WhatsApp—, me pide que volvamos y me dice que aún nos amamos. En las noches tengo que poner el celular en modo avión para que no me despierte.