Durante los tres siglos del dominio de monarquía española en América, las órdenes católicas desarrollaron en Chile -y en pos de la evangelización- un arte acendradamente religioso, fruto de la Contrarreforma. La palabra escrita era un privilegio reservado a una elite de nobles y hombres de Iglesia por lo que, para transmitir sus ideas, recurrieron al poder de las imágenes. Con el tiempo, los europeos no sólo difunden su cosmovisión sino que, asimismo, instruyen a mulatos, indígenas y mestizos en diversos oficios relacionados -entre otros- con la pintura y la escultura. Fue así como surgió, entre varios otros aprendices, José Gil de Castro.
Descendiente de africanos e hijo de madre esclava, nace en Lima, en 1785. Pintor clave y fiel reflejo de los cambios de la época, Gil de Castro, más conocido como Mulato Gil, viaja en 1813 a Chile con el afán de suplir la escasez de artistas que trajo consigo la Guerra por la Independencia. Una vez en Santiago, instaló un taller a los pies del Cerro Santa Lucía (de allí el nombre de la Plaza Mulato Gil en el corazón del barrio Lastarria, en el centro de Santiago) donde desarrolló gran parte de sus obras religiosas. Muy pronto descubre su talento para el retrato, inmortalizando a los principales personajes de la sociedad virreinal: desde el rey Fernando VII hasta el coronel del ejército realista, Judas Tadeo de los Reyes.
En 1817 su vida sufre un cambio radical: no sólo contrae matrimonio con la chilena María Concepción Martínez, sino que -tanto artística como ideológicamente-, opta por un cambio de bando. Tras la victoria de Chile en la batalla de Chacabuco, Mulato Gil de Castro se une a la causa patriota, convirtiéndose en el pintor oficial de los libertadores americanos: gracias a él conocemos los rostros de próceres como Simón Bolívar, Bernardo O'Higgins y José de San Martín.
Pintor de la transición
El 2 de abril se inaugura en el Museo Nacional de Bellas Artes la exposición José Gil de Castro. Pintor de libertadores, que reúne cerca de 100 obras provenientes de colecciones públicas y privadas de Chile, Perú y Argentina. La muestra es fruto de un largo y complejo proceso de investigación -que se inició en 2008- financiado por la Fundación Getty. En él participaron expertos transdisciplinarios como la directora del Museo de Arte de Lima, Natalia Majluf (coordinadora general de la iniciativa); la investigadora argentina Laura Malosetti, y el curador chileno Juan Manuel Martínez.
El proyecto, recientemente presentado en Perú, incluye la exhibición de diversos objetos de la época (numismática, mobiliario y textiles) y la publicación del primer catálogo razonado del artista.
A juicio de Martínez, la participación de los tres países fue fundamental. Aunque Gil de Castro sólo vivió en Chile y Perú, muchas de sus obras se conservan en Argentina. ¿La razón? En plena campaña, los patriotas del Río de la Plata hacían un alto en Santiago y se retrataban para enviar los cuadros a la familia. "Gracias a la envergadura del proyecto se ha podido fijar su horizonte biográfico, confirmando fechas relevantes. Además, mediante el análisis científico de las obras, conocemos sus técnicas pictóricas", señala el curador chileno.
El proceso, sin embargo, no estuvo exento de sorpresas. Quizá la más anecdótica, fue el hallazgo durante la radiografía del lienzo de Francisco Calderón Zumelzú, de 1823. Los estudios sobre la tela revelaron que bajo la figura del independentista chileno se ocultaba un retrato de Fernando VII, fechado en 1916. En pocas palabras, un verdadero emblema de su compromiso con las ideas revolucionarias.
¿El cambio de postura política conlleva una evolución en su estilo pictórico?
Gil de Castro es tributario del retrato de aparato, propio del ámbito virreinal y los talleres limeños. Él continúa con esa lógica, pero incluye las claves de la simbología republicana. Lo importante es que genera un tipo de iconografía, una cultura de la imagen única en América Latina. Técnicamente sus pinturas son impecables, y revelan el trasfondo del oficio del pintor en esa época. No se trata de un "artista" en términos románticos, sino que de un artesano que utiliza su talento para que el retrato sea lo más parecido posible al personaje, tanto física como ideológicamente.