Brasil enfrentó ayer la mayor ola de protestas en más de dos décadas, tras más de  una semana de manifestaciones menores en varias ciudades en reclamo por el alza del transporte público. Así, en Sao Paulo salieron a la calle unas 65 mil personas y en Río de Janeiro más de 100 mil manifestantes ocuparon el centro de la ciudad. La gente también se manifestó en Porto Alegre, Fortaleza, Salvador, Recife, Maceió y otras ciudades. Consignas como "El gigante despertó" y "Los políticos no usan buses y sus hijos no van  a la escuela pública" se leían en algunas pancartas de los manifestantes, muchos de los cuales llevaban vuvuzelas. Mientras, en Brasilia cientos subieron ayer temporalmente a las rampas de acceso al Congreso y al techo de la sede del Legislativo. 

En Río de Janeiro se registraron varios hechos de violencia y los manifestantes chocaron con la policía frente a la Asamblea Legislativa, en el centro de la ciudad.

En Sao Paulo, un grupo de manifestantes incluso derribó una de las puertas del Palacio de los Bandeirantes, la sede del Gobierno de Sao Paulo, ante lo cual la Policía Militar reaccionó con bombas de gas lacrimógeno, impidiendo el ingreso de los manifestantes al lugar.

En Belo Horizonte, las autoridades dispararon gas lacrimógeno y balas de goma contra los manifestantes para evitar que llegaran al estadio Mineirao, donde jugaron Nigeria y Tahití por la Copa Confederaciones.

Según la agencia France Presse, es la mayor protesta en 21 años en Brasil, desde las manifestaciones de 1992 contra la corrupción del gobierno del ex presidente Fernando Collor de Mello, quien renunció durante su juicio político ante el Senado.

El descontento se tomó las calles de Brasil con una magnitud y rapidez inesperadas. Por un lado, están las protestas anti-Mundial, que critican el gasto de dinero público en eventos deportivos. Por otro, aparecen las manifestaciones, iniciadas hace unos 10 días en Sao Paulo, tras el  alza de los boletos de bus, tren y metro de US$ 1,5 a US$ 1,6. Esto se produjo sólo a días del inicio de la Copa Confederaciones, evento que es considerado un ensayo general del Mundial 2014 y que les ha dado una alta visibilidad a los manifestantes.

Los reclamos se producen en un momento de magro crecimiento económico en Brasil (0,6% en el primer trimestre) y una inflación en alza (6,5% anual en  mayo, el techo de la meta oficial). Esta situación está complicando a la Presidenta Dilma Rou-sseff, quien ya vivió el pulso del descontento el sábado, cuando fue abucheada en la ceremonia de apertura de la Copa Confederaciones. Este malestar también se ha visto reflejado en las encuestas, ya que, según un sondeo de Datafolha, la aprobación de la mandataria cayó ocho puntos en tres meses, situándose en 57%.

Pero estos no han sido los únicos problemas a los que ha tenido que hacer frente la mandataria. A comienzos de mes se agudizó una vieja disputa por tierras entre indígenas y hacendados, que dejó un indígena muerto de un balazo a manos de la Policía Federal, que depende directamente del gobierno. Paralelamente, comunidades desplazadas producto de las obras que se requieren para organizar el Mundial y los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro 2016, vienen movilizándose en el país y podrían radicalizar sus métodos de lucha a medida que se intensifiquen los desalojos.

Ni siquiera las obras previstas para organizar los torneos le dan respiro a Rou-sseff. Seis de los 12 estadios mundialistas aún no están terminados, en tanto que las obras de movilidad urbana, la reforma y construcción de los aeropuertos que recibirán a millones de pasajeros y la mejora de los transportes todavía no están listas.

Anoche, la presidenta calificó como "legítimas" las manifestaciones, según la vocera de gobierno Helena Chagas. "Considera que las manifestaciones pacíficas son legítimas y propias de la democracia" y que "es propio de los jóvenes manifestarse", agregó la ministra.

El analista David Fleisher estima que si la inflación sigue subiendo y los sueldos se estancan o caen, Rousseff podría ver en riesgo su reelección el próximo año.