Progresismo con anteojeras

<font face="tahoma" size="3"><span style="font-size: 12px;">Cierta actitud tuerta hace que temas de suyo discutibles se conviertan en evidentes, porque son "modernos" o "progresistas".</span></font>




"DEJEMOS ATRAS las cavernas de la ignorancia, el integrismo y la falta de caridad": así concluía la columna, publicada en estas mismas páginas, de Fulvio Rossi. En ella, el senador defendía su propuesta de matrimonio homosexual. Supongo, entonces, que hay que darse por enterado: quienes no estamos de acuerdo con Rossi somos cavernarios, ignorantes, integristas y poco caritativos.

La frase no tendría casi ninguna importancia si no fuera porque refleja bien el tono que han ido adquiriendo algunas de nuestras discusiones, eso que Camus llamaba el reemplazo del diálogo por la polémica. Mientras en el primero priman los argumentos elaborados y la buena fe, en la segunda abundan las imprecaciones y la denuncia. Si el diálogo supone cierta disposición a escuchar y a suponer que el otro puede tener razón, en la polémica el tono es siempre de acusación y de condena.

El mecanismo es tan simple como eficiente, y consiste en identificar la propia posición con el Bien o con la Historia. No se busca el intercambio de ideas, sino simplemente intimidar y condenar de entrada. Así, quien piensa distinto debe casi pedir disculpas por no someterse a la doxa común. Naturalmente, esta actitud tuerta impide cualquier discusión medianamente sensata, pues se pierden de vista los matices y se ocultan las dificultades inherentes a todo problema. Así, temas de suyo discutibles se convierten en evidentes, porque son "modernos" o "progresistas". Desde luego, esta curiosa manera de discutir conlleva una ventaja innegable: no hay que darse el trabajo de argumentar, pues no se trata de convencer sino de vencer, ojalá por secretaría. Basta atribuirle al adversario uno de los tantos pecados de la nueva moral: reaccionario, homofóbico, retrógrado, talibán, discriminador, puede usted elegir el que más le guste.

Por cierto, todo esto no implica que no haya buenas razones para defender la posición del senador Rossi, pues seguramente las hay. Pero es mejor reconocer que el problema es complicado y no admite, por tanto, respuestas simples ni prefabricadas. El único argumento ofrecido por el senador es el de los derechos, pero es obvio que no toda aspiración de derechos debe ser, ipso facto, reconocida por la sociedad.

Esto es particularmente cierto en el caso del matrimonio, que no es, ni de lejos, una institución cuyo fin sea la protección de supuestos derechos de los contrayentes. En ese sentido, si el senador Rossi tiene la legítima aspiración de modificar la ley, sería altamente deseable que primero hiciera un esfuerzo por comprender qué es el matrimonio y por qué, hasta ahora, ha estado reservado a personas de distinto sexo: si acaso es cierto que la tradición no es autoexplicativa, el cambio tampoco lo es. Nada se parece más a un conservador obcecado que un progresista con anteojeras.

Por último, uno esperaría de un socialista, sobre todo si dice valorar a Marx, una concepción un poco menos complaciente con la sociedad articulada en torno a puros derechos individuales. Quizás así podría darse cuenta de que su argumentación sirve también para justificar el liberalismo económico que tanto critica su partido, a veces con razón. Pero me temo que sería mucho pedir.

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