Antes de que el veneno de los celos y la envidia revivieran en Henry James su genio, el escritor creyó morir. El mismo dejó rastro de su agonía y su sueño proteico en los prefacios que escribió entre 1907 y 1909, sobre cada una de sus obras, para la edición de Nueva York. Su respuesta a aquel desdén se aprecia ahora en La locura del arte. Prefacios y ensayos. Un atisbo a la manera como el escritor monta sus novelas, como un relojero su reloj.
El siglo XIX tocaba a su fin. En Londres, mister James (Nueva York, 1843-Londres, 1916) había ensombrecido tras la muerte de sus padres y hermana. Los días de triunfo parecían lejanos, aunque él insistía en la búsqueda del milagro de la vida en sus novelas. El aplauso y los tiempos eran de otros. De Oscar Wilde, por ejemplo. James no lo entendía. Fue en medio de ese agonizar por el desdén del público y de la crítica y del eco interminable de su bulliciosa humillación como dramaturgo, el 5 de enero de 1895, cuando su maestría resucitó. La primavera rescató de su memoria la historia de dos niños huérfanos cercados por presencias extrañas, que acabaría por titular Otra vuelta de tuerca (1898). El demiurgo había vuelto. Y con cambios esenciales. El dolor de su mano a la hora de escribir lo obligó a dictar, definitivamente, a una secretaria sus historias insuflando, sin saber, más vida a sus creaciones.
James veía el mundo real como un lugar opaco, aburrido, y trató de levantar uno "por el poder de su arte", explica Colm Tóibín en el prólogo a estos prefacios en la edición anglosajona 2011. En sus escritos se revela como un feliz-sufriente Prometeo. Como el artista que siempre se sintió extranjero al vivir entre dos mundos (EE.UU.y Europa) y con los cuales creó un tercero: sus narraciones. Por la rendija dejada por él en sus textos, se sabe que consideraba que el aire de realidad es la mayor virtud de una novela: "Si no existe ese mérito, todos los demás no son nada, y si se dan deben su efecto al éxito con que el autor ha producido la ilusión de la vida. El cultivo de este éxito y el estudio de este exquisito proceso constituyen el principio y el fin del arte del novelista. Son su inspiración, su inquietud, su recompensa, su tormento, su deleite. En verdad, aquí es donde él compite con la vida". El lo hizo como hijo del romanticismo. Y ahijado de Frenhofer, el pintor creado por Balzac en La obra maestra desconocida que quiso dar vida a su cuadro.
Es el primer novelista verdaderamente moderno en lengua inglesa, según David Lodge. Su mundo aflora en la memoria con historias que, un día, le exigen ser más reales de lo que fueron. Musa, lo llaman algunos como James, a la cual "el artista está condenado a estudiar ávidamente". En su amada Italia, en Florencia y Venecia, nacieron muchos de sus libros.
La búsqueda del artista absoluto es la que lleva a James a pensar que la novela es la forma artística más excelsa: "Como cualquier otro organismo vivo, es un ser vivo, completo y continuo, y, en la medida en que viva, descubriremos que, en cada una de las artes, existe algo de las demás". Solo que la novela cuenta con un ingrediente adicional : el gusto del lector a entrar en ella: "Parece ser que el hombre combina su eterno deseo de más experiencia con una destreza infinita para conseguir dicha experiencia con el mismo gasto posible. La robará siempre que pueda". Musas, autores y lectores como Prometeos. A las personas les gusta vivir la vida de los demás al ver que puede tener algo de la propia. Henry James vivió todo con intensidad. En soledad. Sobre todo cuando creyó morir aquel 5 de enero de 1895 y tras el estreno de su obra de teatro Guy Domville recibió cinco... 10... 15 minutos de abucheos... En su caída al infierno atisbó el paraíso en la historia de los dos niños huérfanos en una casa despojada de amor por el amor mismo. El destino ofrecía una nueva promesa de gloria. Así vinieron obras como Las alas de la paloma y La copa dorada, con la que cerraba su ciclo iniciado con Retrato de una dama. Un universo creado, sobre todo, desde su estudio londinense en Croisset, con el rumor del río que veía por la ventana, sin dejar de soplar cada frase como si fuera una llama que creara la vida.