George Michael, la estrella que desde sus inicios inflamó su vida pública con videos carnales, canciones atrevidas e intimidades que se multiplicaban por el planeta, resultó ser finalmente un adulto mesurado.
Cardiff, la capital de Gales, Reino Unido, es una pequeña localidad que parece sitiada por castillos conservados desde el siglo XI, adormilada en una siesta permanente y que tiene como uno de sus símbolos a una oveja: es uno de los puntos donde el 5 de octubre de 2012 el cantante recaló con su tour Symphonica, su gira más ambiciosa en una década y la última que hizo en su vida, antes de refugiarse en un ostracismo que remató en su reciente fallecimiento (su show final fue sólo semanas después, el 21 de octubre de ese año en Londres).
Como una forma de materializar ese espíritu, el inglés se presentó en la arena Motorpoint, un recinto de dimensiones moderadas, algo más extenso que el Teatro Caupolicán y con un diseño que permite disfrutar de un concierto con sorprendente cercanía desde cualquiera de sus ubicaciones. Un montaje no sólo pensando en el ensamble sinfónico que ofrecía el periplo; desde principios de este siglo, George Michael -siempre astuto para moldear su imagen según los tiempos- se recicló como un intérprete adulto y refinado, muy lejos del personaje de facha licenciosa y prontuario desenfrenado de sus días ochenteros.
Para muchos, fue la razón que detonó su merma de público en Estados Unidos y su sostenido derrumbe comercial. Pero esa noche en Cardiff, la audiencia -femenina y masculina en partes iguales- llegó con horas de anticipación, vestida de gala y etiqueta, como si el reencuentro con el artista semejara una alfombra roja. Entre el público se propagaban rumores acerca de su condición de salud, se decía que su rostro ahora lucía demacrado y preocupante, y se postulaba que el espectáculo de ese día rasguñaba el milagro, luego de la neumonía que lo golpeó un año antes y cuyas complicaciones incluso lo llevaron a cancelar un tour australiano que tenía pactado justo después de esas fechas en Gran Bretaña.
Una serie de fantasmas que se diluyeron de un plumazo apenas se corrió el fino telón rojo que cubría la tarima y el protagonista saltó al centro de la escena, secundado por una cuarentena de músicos y desplegando un repertorio donde aplicaba cirugía orquestal a clásicos propios y ajenos, gran parte de ellos incluidos en su disco Songs from the last century (1999).
Ahí, George Michael caminaba en un escenario de iluminación tenue, casi en penumbra, mientras interpretaba Through, ese tema sostenido mayormente en cuerdas, con una voz que adquiría un eco casi celestial y una letra que parecía narrar su último tramo de existencia. La madurez donde ya no importa el asedio de la industria, los tabloides y los paparazzi, sobre todo cuando cantaba con amarga resignación "todo ese odio/ me hace lo suficientemente fuerte/ para irme lejos/ Puede que me persigan hasta los fines de la tierra/ pero te tengo a ti, amor/ y puede que me quiten todo/ pero lo he hecho a mi manera".
Después de todo, el inglés no escogió ninguno de sus hits ni un himno magnificente para abrir la jornada: lo hizo, efectivamente, a su manera, con la declaración de principios exacta para retratar su llegada al medio siglo de vida. Pese a la solemnidad, las mujeres gritaban y aplaudían en el cierre de cada tema, como si se tratara de una celebración, la histeria hormonal por una figura que eternizó su atractivo varonil pese a convertirse en ícono del mundo gay. A momentos, la reacción incluso generaría la envidia de Luis Miguel, Miguel Bosé o cualquiera: sobre el final, en Russian roulette, canción original de Rihanna, una fanática de las primeras filas le arrojó su sostén negro, el que cayó preciso en las manos del artista, quien luego se lo mostró a la orquesta entre las risotadas de los músicos.
Tras el comienzo, el originario de Londres concentró la velada en su material más reposado, ese R&B hermanado con pop y gospel que forma la médula de Father Figure, Cowboys and angels y Kissing a fool. El recubierto sinfónico no era invasivo, apenas una ornamentación sutil que iba sosteniendo cada una de las canciones y que, de paso, arrojaba al intérprete a la difícil faena de hacer brillar su voz ante la inmensidad. En el desafío, George Michael marcó sobresaliente, con brillante talento interpretativo para balancear suavidad y afectación.
Con esa misma destreza versionó Idol, de su amigo Elton John; Let her down easy, de la fallida estrella soul Terence Trent D'Arby; Going to a town, de uno de sus legítimos discípulos, Rufus Wainwright; y Wild is the wind, popularizada por Johnny Mathis. A esas alturas, el recital no sólo era un trayecto por su historia; también era un repaso por la propia historia del pop universal.
Por lo mismo, y consciente de que su música jamás fue sólo delicadeza, sobre el final regaló el éxito Freedom '90, ya con el público parado de sus sillas y en la instantánea más efervescente del show. Los chillidos y los nervios volvían, mientras George Michael parecía nunca agitarse demasiado, apenas obsequiando sonrisas de cortesía.
Tras esa cita en Gales, sólo volvió a dar otros seis shows en su vida, todos en ese mismo 2012 que reportaron su última vez sobre un escenario. No hubo más George Michael en vivo, pero sí la tranquilidad que sólo consiguen los grandes: aquella que dicta que el adiós definitivo estuvo a la altura de su leyenda.