"No es más que la espera de la muerte: eso es todo", decía Juan Radrigán en 2009. Se refería a Beckett y Godot, la obra que acababa de estrenar, donde hacía convivir al escritor irlandés con el enigmático personaje de su pieza más popular, Esperando a Godot. Pero podría haberse referido entonces a Hechos consumados, donde escuchamos que "de todas nuestras muertes, ninguna es tan atroz como el silencio que sobreviene después de una conversación donde ya se ha dicho todo". O también a Las brutas, en la que tres hermanas de origen coya, que viven del pastoreo en la precordillera, unen sus cuerpos para suicidarse juntas.

O a Calibán en su versión de La tempestad, de Shakespeare, a quien escuchamos exclamar: "Llamo libertad a esa vieja costumbre humana que ustedes llaman morir". O, en fin, a la caravana de fantasmas que poblaron la dramaturgia del Premio Nacional de Artes de la Representación 2011 desde sus primeros balbuceos en Testimonios sobre las muertes de Sabina, escrita en 1979, hasta Ceremonial del macho cabrío, de 2013, en la que un puñado de cadáveres salen de sus tumbas para evitar que los depositen en una fosa común por falta de pago.

Los personajes de Radrigán son fantasmas borrachos, ánimas a la deriva, seres que se anticipan a la muerte antes de que ésta los encuentre distraídos. Esa suerte de asedio existencial, esa "calladura de desgracia", recorre su obra completa. El mejor dramaturgo que ha tenido Chile y que acaba de partir, escribió siempre desde un lugar que conocía de sobra. Había sido mecánico de telares, desabollador, vendedor de chocolates, pintor de brocha gorda, albañil, cuidador de una salitrera, cargador de la Vega, carpintero y librero. Escribía con el oído afinado, atentísimo al habla popular, sobre temas como la exclusión, el abandono, la sensación de estar a la deriva, el miedo, la indefensión ante la injusticia del orden social o la búsqueda de un hilo de dignidad que permitiera a los seres humanos afirmar su existencia. Juan Radrigán, fuera del papel, hablaba poco y bajito. Lo hacía "rápido, antes de llorar", como escribiera su admirado Beckett. Ese mismo 2009, asombrosamente repuesto de una crisis diabética que lo había hecho perder 20 kilos, sentado en un boliche del centro, echando humo como el buen fumador que era, advertía: "El muerto que aún no soy está mirándome". Había que esperar, eso era todo. A fin de cuentas, por eso escribía.