Usain Bolt está en el suelo, con la cara pegada al rekortán del Olímpico de Londres y no lo puede creer. Se acerca su amigo Blake junto al resto del cuarteto que buscaba hacer algo en su despedida. Le traen una silla de ruedas para sacarlo del medio y se avergüenza de sí mismo. Se levanta como puede, intenta olvidarse del calambre que acaba de tumbarlo y recorre los 20 metros que le quedaban para cruzar la meta, aunque sea en el último puesto.
Es una paradoja. ¿Cuántas veces no cruzó él primero? Muchas. Nueve en Juegos Olímpicos, 11 en Mundiales y ahora, en el ocaso de su carrera, la vida se encarga de recordarle que el límite humano no son sus 9"57, sino su carne, sus huesos, sus músculos que ya no le aguantan el ritmo que quiere imponer, que ya no es el súperdotado que hizo del atletismo un show de celebridades.
Bolt muerde su cadena de oro y recuerda que 100 metros atrás, cuando recién recibió la posta para emprender la carrera tan conocida por él, con su remate magistral y arma letal de la velocidad jamaicana, confiaba en que la historia sería otra. No puede ser tan ingrato el destino como para ensañarse de esta forma, piensa. Incluso el británico Mo Farah, que presencia desde las tribunas todo este drama, se siente mal por la suerte de su camarada.
Puede que haya salido tras el dorsal de un joven Nethaneel Mithel Blake, británico de raíces jamaicanas, formado en la isla, de hecho; o a Christian Coleman, el novel norteamericano que lo derrotó dos veces en el hectómetro en este Mundial. Como sea, pero confiaba en que tras unas cuantas zancadas, 41 más o menos, bastaría para demostrar por última vez quién es Bolt y porqué el mundo se rinde ante cualquier payasada que haga.
Y es que las leyendas como Bolt permiten eso: soñar con cosas imposibles, con finales felices de tintes tan épicos que parecen acordados previamente. Aceleró de forma débil, algo que durante sus últimos sprints parecía parte de su arranque. Avanzó, superó la curva y se internó en la recta final. Allí llegó el dolor, el moral y el muscular a fastidiar. Todo lo planeado para este momento se fue bien lejos.
Las culpas pueden ser muchas para este desenlace. Bolt ayer reclamó a la organización por los más de 40 minutos de espera para salir a la pista. Blake, su eterno compañero, dijo a The Guardian que el Rayo se quejó por esto. "Yohan, creo que esto es una locura. Cuarenta minutos y dos presentaciones de medallas antes de nuestra carrera", aseguró Blake.
Y puede ser. Pero también es cierto que Bolt no venía bien. Su preparación para su retiro no fue más que por cumplir. Un trámite. Al menos, al nivel en el que él rinde, claro está. No quiso sacrificarse para los 200 metros, prefirió sólo enfocarse en los 100, apostándolo todo allí. Y no resultó.
Ahora, que el Rayo se ofusca por el final de su reinado, que terminó como un autoboicot a su régimen, todo parece malo. Pero no hay que olvidar todo lo que consiguió. Muy probablemente ese público que se lamenta por su suerte esté allí, precisamente, por la atracción que él generó en el atletismo, llevándolo a un escenario privilegiado, a ser estrellas.
El final de Bolt es amargo, no caben dudas de eso. Pero es difícil borrar la huella que el jamaicano dejó en la velocidad. Su declive coincide con el de su nación en las pruebas atléticas y eso no es antojadizo. Quedará en la memoria colectiva todas las hazañas que hizo, donde incluso la naturaleza parecía alinearse con él, tal como ocurrió en esa recordada foto en que un rayo se posa junto a su celebración, en Moscú 2013.
Anoche, Bolt guardó silencio. Se mordió la rabia y la vergüenza que se siente cuando se es el Rey, pero se le arrebata el trono y se le obliga al exilio. Una jugada que él mismo quiso evitar, pero que las presiones de sus auspiciadores, del IAAF y el público lo llevaron a replantear, para dejar finalmente el último episodio de su historia escrito así.
Bolt miró esa silla de ruedas que le trajeron y cerró los ojos, apretó los dientes y se puso de pie. Lo ayudaron sus camaradas, los Rude Boys que siempre le acompañaron. Quiso al menos cruzar la meta y cerrar rápido un capítulo para el olvido. El final pudo ser otro. Pudo tener ritmo de zamba y brillos dorados. Bolt y la maquinaria que gira en torno a él decidieron otra cosa. Fue así entonces como la leyenda llegó a su fin.
Un mal final no arruinará esta historia. Lo hecho por Bolt es más grande que 100 metros. Su legado se mide en kilómetros, trasciende todo.