"Se han tomado todas las medidas necesarias para contener el brote". Hace cinco años, el domingo 17 de mayo de 2009, el entonces ministro de Salud, Álvaro Erazo, intentaba tranquilizar a la población luego que se confirmara lo ineludible: la gripe A(H1N1) había llegado a Chile, a través de dos mujeres que pasaron sus vacaciones en República Dominicana.
Un mes y medio antes, el 1 de abril, el diario mexicano La Jornada había reportado el brote de una "misteriosa" enfermedad, similar a la influenza. El cuadro había infectado al 60% de los habitantes del poblado de La Gloria y había cobrado dos vidas. La información corrió más rápido que el mismo virus, iniciando una sicosis colectiva en Chile y el mundo.
Patricia Rabanales (32) viajó el 13 de abril de ese año con su esposo a México, para descansar en Cancún y Playa del Carmen. "El día antes de volver a Chile vimos las noticias en el hotel y decían que había un brote de influenza y que se habían detectado muchos casos. Como dijeron influenza, no nos preocupamos mayormente", recuerda. Ya en el vuelo se encontraron con personas con mascarillas y cuando aterrizaron los esperaban un escáner de temperatura y las cámaras de televisión. "Si alguien del avión presentaba fiebre, debía irse directo al hospital", cuenta.
Era la gripe porcina, enfermedad producida por el virus H1N1, que inicialmente atacaba sólo a los cerdos, pero que mutó y empezó a infectar a humanos. Sus síntomas eran similares a los de la gripe estacional, pero las primeras informaciones agregaban que en varios casos derivaba rápidamente en neumonía, insuficiencia respiratoria e incluso la muerte.
Por eso, el lunes 27 de abril, cuando Patricia volvió a su trabajo, la mandaron de regreso a su casa, por temor a la enfermedad, pese a que no tenía ningún síntoma: "Me pidieron que fuera a la clínica a hacerme el examen para ver si la había contraído. Recuerdo que en la urgencia de la clínica todos se pusieron mascarilla y no me dejaron ni ir al baño". En paralelo, las familias se agolpaban en las clínicas ante el más mínimo síntoma. A fines de abril, las ventas de antivirales en las farmacias de Santiago se había disparado de cuatro a 160 cajas diarias por local y el precio de las mascarillas se había triplicado.
"Si sólo un millón de chilenos adquiere este nuevo virus, podrían fallecer fácilmente 60 mil personas. La letalidad en 10 millones sería de 600 mil", dijo el senador y médico Guido Girardi. Se habló incluso del cierre de colegios y la suspensión de actividades masivas como partidos de fútbol o la fiesta religiosa de La Tirana. El miedo también se apoderó de los argentinos: un bus que transportaba a un chileno con síntomas de la enfermedad fue apedreado en las afueras de Mendoza.
Los medios de comunicación compararon el brote con la pandemia de gripe española, que mató a casi 50 millones de personas a comienzos del siglo XX. Según el Anuario Estadístico de la República de Chile, entre 1918 y 1921 se reportaron 43.332 fallecimientos por esa pandemia en un país que entonces tenía 3,7 millones de personas.
Cara a cara con el virus
El 17 de mayo de 2009, en la noche, los directivos del Colegio San Nicolás de Myra recibieron el llamado telefónico de Enrique Cuadra, uno de sus apoderados. Su hijo Clemente estaba en la clínica con todos los síntomas de la enfermedad. "El consejo directivo se reunió de urgencia a las nueve de la noche para analizar la situación", recuerda Catalina Rodríguez, miembro del directorio del colegio ubicado en Las Condes. A las 7 de la mañana del lunes 18, el colegio recibió la confirmación: Clemente era el primer caso de influenza A(H1N1) en un colegio de Chile. Directivos y profesores llamaron a los apoderados para que no llevaran a los niños al colegio. Las clases se suspendieron durante toda la semana.
En la medida en que se fueron confirmando los primeros casos, como el de Clemente, todo sucedió muy rápidamente. Cinco días más tarde los infectados sumaban 44. A fines de mayo, ya se habían certificado 250 y para la última semana de julio ya eran más de 11 mil. El virus se diseminó velozmente en los colegios particulares del oriente de Santiago y a fines de mayo ya estaba en 18 de ellos.
"¿Nos vamos a contagiar nosotros también? ¿Qué riesgo tenemos de morir?", eran algunas preguntas que se hacían los funcionarios del Instituto Nacional del Tórax, centro de referencia para la atención de los casos de influenza A(H1N1). Incluso, algunos de ellos aparentemente presentaron licencias médicas falsas para ausentarse de su trabajo mientras el peligro acechara. "Creo que hubo una sicosis colectiva al principio. La gente tenía miedo de enfermarse, de morir y de llevar este riesgo a las familias", admite María Toro, enfermera de la UCI y presidenta de la Asociación de Enfermeras de ese hospital.
El 16 de junio, el Ministerio de Salud decretó emergencia sanitaria por la gripe porcina, lo que entre otras cosas, permitió que los alumnos internos de Medicina reforzaran la red pública de salud. Stella Barbagelata (30), estudiante de la Universidad de Santiago, se incorporó al consultorio La Faena de Peñalolén, hasta donde llegaban unas 300 personas por noche por consultas vinculadas con la enfermedad. "Un paciente tras otro", recuerda. Si en un principio, de cada 10 consultas sólo dos presentaban los síntomas específicos de la influenza A(H1N1), una vez avanzados los contagios esa proporción llegó a siete de cada 10 pacientes. Según Stella, "trabajábamos tanto que no había tiempo para sentir miedo".
Un escenario similar se vivía en la salud privada. De las más de 300 consultas diarias por enfermedades respiratorias que recibió la Clínica Alemana durante los meses de la pandemia, más del 60% de los casos fueron catalogados como influenza A(H1N1). En el 80% de ellos se confirmó el diagnóstico con exámenes de laboratorio. "Estos datos hablan de que a pesar de que había una gran alarma pública, quienes consultaban tenían un alto porcentaje de acierto", destaca el doctor Luis Miguel Nogueira, infectólogo de esa clínica.
De los 12 pacientes graves que en julio de 2009 ingresaron a la UCI del Instituto Nacional del Tórax por este cuadro, cuatro fallecieron. Esto confirmó los temores de los funcionarios del recinto sobre la letalidad de la enfermedad. "Pero también teníamos claro que los pacientes que llegaban aquí tenían otros factores de riesgo, como la obesidad. Un gran porcentaje era muy obeso, por sobre los 100 o 150 kilos", explica María Toro. Factores como este hacían a estos pacientes más vulnerables ante la nueva influenza.
Tras la tormenta
El 10 de agosto de 2010, 14 meses después de declarada la pandemia de influenza A(H1N1), la Organización Mundial de la Salud dio por finalizada esta fase de la enfermedad. Según el Ministerio de Salud, en 2009 se notificaron 368.118 contagios de A(H1N1), de los cuales 12.302 fueron confirmados con tests de laboratorio. Afortunadamente, los augurios de Girardi no se cumplieron y sólo fallecieron 150 pacientes a causa de la enfermedad.
Entonces, ¿por qué hubo tanto pánico? A juicio de Marcelo López, profesor de Historia de la Medicina de la Universidad Católica, antes la gente tenía mayor tolerancia a convivir con enfermedades masivas y la muerte, pues era algo bastante común. En cambio hoy "hemos pasado décadas en un marco de certezas científicas y una seguridad sanitaria prolongada, y no se pensaba que algún día podría venir una epidemia. Había generaciones que no conocían la palabra pandemia, no la habían vivido nunca", dice. A esto se sumó el tono de las primeras informaciones sobre la enfermedad provenientes desde México, que daban cuenta de una gran cantidad de infectados y muertos. "La información inicial fue inadecuada, ya que se comunicaban sólo los casos más graves y se hablaba de letalidad con información incompleta sobre el número total de casos", afirma el doctor Nogueira.
"Esto creó una alarma mundial. Además de ser de alta contagiosidad porque no había inmunidad en la población, también se pensó que sería un virus particularmente agresivo", explica el doctor Fernando Saldías, de la Sociedad Chilena de Enfermedades Respiratorias. Sin embargo, los análisis posteriores demostraron que la gripe porcina afectó de forma mucho más masiva a la población. "En cuanto a complicaciones y muertes no fue muy diferente a cualquier virus de influenza de otra temporada", afirma Saldías.
A inicios de agosto, ya había datos más claros: de los 11.860 casos de gripe A(H1N1) notificados, sólo 87 habían fallecido. Así, aunque Chile era uno de los países con mayor cantidad de personas enfermas, la tasa de letalidad llegaba sólo a 0,73%, muy por debajo del promedio de Sudamérica, que llegaba al 1,75%. Un elemento diferenciador fue la preparación de los servicios de salud en Chile. En 2005, y en el marco de un esfuerzo impulsado por la OMS tras los brotes de gripe aviar y SARS, Chile elaboró un Plan Nacional de Pandemia, que contemplaba reconversión de camas, aislamiento de casos sospechosos y la compra de stocks de medicamentos.
Todas estas medidas se implementaron en el brote de 2009. A juicio del doctor Saldías, el sistema público de salud se preparó rápidamente para atender pacientes de alto riesgo, mientras el fármaco antiviral se distribuyó en forma masiva. "Lo que ocurrió en algunos países tuvo más relación con la calidad de la atención y la accesibilidad a los sistemas de salud que con la agresividad del virus", dice.
Hoy el virus de la gripe porcina es uno más de los que afectan a Chile. "El virus de influenza de 2013 y 2012 en una proporción importante era A(H1N1), acompañado por el AH3N2 que es el otro que hemos tenido en Chile por muchos años", explica Saldías.
María Toro cuenta que hasta hoy algunos de los pacientes graves que sobrevivieron a la influenza van a visitar a los médicos y enfermeras de la UCI del Instituto Nacional del Tórax o les envían mensajes. "Realmente ellos sienten que se salvaron de una cosa desconocida en ese minuto y nosotros estábamos ahí las 24 horas del día cuidándolos. Ellos quedaron súper agradecidos", cuenta.