"Yo no tuve una infancia buena. Tuve momentos felices, pero mi vida fue siempre mala, de mucha tristeza. De Conchalí nos fuimos a Las Condes, cuando allí aún no había nada. Fue un cambio de una población a otra población. Era puro cerro, puras parcelas. Teníamos una fábrica de ladrillos al costado de la casa y lo más próximo era la iglesia de Los Dominicos. Hasta ahí llegaba la ciudad. Yo tenía dos años.
La casa tenía piso de tierra y dos piezas: una para el matrimonio de mis padres, Mario y María Hortensia, y la otra para mí y mis cuatro hermanos. La mayor dormía en una cama con mi hermano más chico. Y los otros tres hombres dormíamos en otra cama. No teníamos radio ni televisión, y para ir al baño teníamos que salir al patio, donde había un pozo.
Mi padre nunca fue al colegio y trabajaba como recolector de basura. Entonces, la municipalidad le entregó a él y a otras 20 ó 30 familias que trabajaban en la alcaldía, un pedazo del terreno bautizado como El Vivero, que estaba en la subida de la calle General Blanche, un sector de Las Condes donde ahora hay casas de clase media-alta. Mi madre sólo tuvo ocho años de escolaridad, era dueña de casa, pero hacía trabajos domésticos para otras casas del sector. La vida era dura.
Cuando tenía 10 años nos cambiamos de El Vivero a la Villa Paul Harris, a sólo 10 cuadras de mi primera casa en la comuna. Mi mamá aún vive ahí. El sector creció rápido, impulsado por la llegada de vecinos más acomodados. En pocos años estaba todo urbanizado, las calles pavimentadas, además, empezamos a contar con alumbrado público y alcantarillado. Pasamos del pozo en el patio, a tener baño y agua potable dentro de la casa. Fue un gran cambio. Si antes buscaba excusas para salir, en la villa no quería salir de la casa".
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"Llegar a la Católica fue difícil, pero me cambió la vida. Era un mundo totalmente diferente al barrio del que yo venía. Había muchos compañeros a los que iban a buscar en auto. Eran hijos de dueños de joyería, de panaderías, uno que el papá tocaba piano en la Filarmónica. De alguna manera sentí discriminación: el día que llegué, apenas dos compañeros me saludaron. Me tuve que cambiar en el piso del camarín. Pero parte de esa discriminación tenía que ver con que yo no sabía entrar al grupo. Tenía casi 14 años y venía de Green Cross, un club que no tenía casi nada y que desapareció tiempo después.
De chico yo no me veía como futbolista. Pero mi única distracción era jugar. Con todos los problemas familiares, el fútbol me hacía olvidar todo. Había abusos, peleas, problemas de alcoholismo, de agresión de mi papá contra mi mamá. Pasábamos hambre. Había pandillas, droga, delincuencia. Todo eso era normal en mi casa y en el barrio. Hasta que llegué a la UC. Ahí supe que no era normal que un hombre le pegara a su mujer, por ejemplo, cosa que mi padre hacía contra mi madre y también contra mis hermanos.
La UC me fue criando de a poco, aunque en el camino nos mandamos muchas embarradas. Ignacio Prieto, mi técnico en inferiores y luego en el plantel profesional, me perdonó muchas. Eran cosas como pelear con algún compañero; sacarse la camiseta e irse; o no llegar a algún entrenamiento. Alguna vez, rompimos los focos de los postes de Santa Rosa. Lo hacíamos de malos. De pelusones. Recuerdo que también robamos pan en una panadería. De hambre. Nos acusaron en el club y nos castigaron. Hacíamos cosas de cabros de barrio, pero ahí en la Católica me di cuenta que el mundo no giraba en torno al barrio. Que uno podía progresar en la vida.
El respeto me lo fui ganando de a poco: venciendo mi timidez y jugando bien los partidos. Supe que el fútbol sería mi vida cuando, al volver de un castigo de un mes, fui citado por primera vez a un partido del primer equipo. Por la sola citación (un partido de fin de semana) gané más que mi padre en todo un mes. Tenía 16 años y ni siquiera entré a la cancha.
En mi primer año como jugador profesional ganaba 20 mil mensuales. Pero con las cuatro citaciones podía aspirar a unos 240 mil de esa época. Era una pequeña fortuna. El mismo año en que debuté como futbolista profesional, eché a mi padre de la casa. Le estaba pegando a mi mamá y por primera vez me metí. Me di cuenta que me estaba trancando el futuro. Porque pasaba más preocupado de los problemas familiares que de jugar.
Mi padre murió hace dos años. El fue jugador profesional, jugó en la 'U' y Ñublense, pero se retiró joven, sin mayor éxito. Nunca me felicitó ni me dijo que se sentía orgulloso de mí. Creo que había algo de resentimiento, porque pude lograr cosas que él no. Aunque durante un largo período intenté ayudarlo, bastantes años antes de que muriera nos dejamos de hablar".
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"Los tiempos difíciles siempre vuelven a la memoria. Si no hay un buen guía, esos recuerdos regresan. Por ello, doy gracias de haber caído en la Católica. Allí me apoyaron, incluso con sicólogo, porque mi niñez fue muy difícil. Recuerdo que en mis barrios se estilaba pasar el tiempo en una esquina tomando cerveza, fumando, escuchando música. Muchas veces vi cabros pasar por allí a medianoche. Volvían a las tres de la mañana en bicicletas robadas que después vendían a dos lucas. O volvían con un televisor, una radio, una chaqueta o un auto. Era normal. Nadie decía nada. Para muchos era más fácil robar a los vecinos con plata que trabajar. De mis 20 amigos, 15 fumaban marihuana. Por suerte, como familia, nunca entramos en el mundo de las drogas. Mi madre, María Hortensia, la Tencha, fue el pilar moral de nuestra casa. Sin tener mucha educación, siempre se preocupó de darnos amor y contención. Ella fue clave para que no nos desviáramos.
Cuando tuve que optar por una casa para vivir con mi entonces mujer y mis dos hijos (hoy de 24 y 27 años) decidí elegir un lugar lejano a mi barrio. No es de agrandado, como me tildan algunos, sino que quería conocer otras realidades.
Salir del barrio te hace crecer mucho. Una vez corregí a un primo cuando dijo una mala palabra, creo que fue mardá en vez de maldad, y él estaba convencido de que era como él la decía. Cuando tú sales del barrio te das cuenta que no es así, porque alguien te va a corregir. Muchos prefieren quedarse para que no los corrijan, porque les da vergüenza. Es que en el barrio te sientes más protegido.
Por eso, la gente cree que uno tiene que vivir donde mismo. Esa es la mentalidad. Yo he vivido en Independencia, en La Florida, en Macul, hasta que hace 15 años me compré mi parcela en Las Vizcachas. La verdad, nunca quise vivir en la Villa Paul Harris. Pensé que era bueno alejarme, para crecer como persona y como profesional.
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"Siempre recuerdo una foto de prensa de mis compañeros llorando en el camarín. Me llegó mucho, porque lloraban por mí. Esa vez volví después de una larga lesión a jugar en San Carlos de Apoquindo. Era mi primer partido y a menos de cinco minutos de haber marcado un gol, fui nuevamente fracturado. Pero nunca se me olvidó la foto de mis compañeros llorando. Al verla, entendí que me querían. Lo mismo me pasó al ver la reacción de la gente en el estadio y después en la calle. Eso me marcó.
En la UC he vivido los mejores años de mi vida, pero también el dolor más grande: la muerte de Raimundo Tupper, que me afectó incluso más que la muerte de mi propio padre. Con él viví muchas cosas. Y me dolió mucho, porque lo de él fue radical. Sorpresivo. Verlo ahí tirado no se borra nunca. Siempre compartíamos habitación en las concentraciones en San Carlos de Apoquindo. Mientras yo veía televisión, el Mumo leía. Un día le dije que me recomendara un libro. Me sugirió Un viejo que leía novelas de amor, de Luis Sepúlveda. Desde entonces, nunca más dejé de leer. Era un gran gallo.
Cuando me retiré del fútbol, no sentí el cambio, porque seguí trabajando en la Católica, entrenando juveniles. Cada vez que iba al estadio me sentía querido. Incluso ahora, que soy entrenador. Yo creo que me va a ir bien. Si no fuera así, pienso que la gente me va a querer igual.
La gran mayoría sabe que yo quiero a la Católica, que es mi club y que lo voy a defender a muerte. Que no me voy a vender a nada, que para mí siempre va a estar la Católica por sobre todas las cosas. Incluso sobre mi propio bien".