Nuestra economía tiene un importante desafío en aumentar productividad. Si bien no hay total coincidencia respecto cómo avanzar en dicho desafío, la formación de la fuerza de trabajo aparece como un elemento imposible de obviar. El hecho de que un 64% de los ocupados tenga 12 o menos años de estudio -según datos del INE-, es considerado como una limitante para avanzar hacia un mayor nivel de desarrollo económico y social. En ese sentido, la educación superior vespertina tiene la posibilidad de impactar fuertemente en la productividad de quienes hoy se desempeñan tanto en el sector público como en el privado.

Actualmente, casi 295 mil alumnos estudian un título de educación superior en esa modalidad, quienes ingresan sin más requisitos que los que imponen las respectivas casas de estudio. En general, aquellos que deciden obtener este tipo de títulos buscan compatibilizar trabajo y estudios. Por ende, no es de extrañar que el promedio de edad sea de 28 años, seis más que quienes estudian en la jornada diurna.

En lugar de alentar que más gente continúe su formación, llama la atención la decisión del Consejo de Rectores (Cruch) de exigir, en el proceso de matrícula, que la totalidad de los alumnos que estudian de manera vespertina deban rendir la PSU. De implementarse esta medida, la cual fue sorpresiva según varias de las universidades privadas que participan del sistema único de admisión (SUA), generará que los estudiantes tengan menos opciones donde elegir -pudiendo matricularse solo en las instituciones de educación superior que no son parte del SUA, es decir, algunas universidades privadas o en CFT e IP- o que deban pasar una barrera que desincentivará a quienes desean obtener un título. Todo esto sin que se visualice un beneficio claro ni mayor justificación a este cambio.

Esta decisión que se une a otras aprobadas sobre la marcha, como la introducción del ranking de notas, demuestra los riesgos de una institucionalidad inadecuada. Ésta permite que el Cruch, financiado con recursos estatales, actúe a su criterio sin considerar a las demás instituciones que forman parte del SUA ni los efectos que estos abruptos cambios generan en los alumnos y el resto del sistema de educación superior.

Pese a que la reforma legislativa que se discute en el Congreso considera ajustes a la institucionalidad del sistema de admisión, su propuesta no parece ir en la dirección correcta. Que dicho sistema quede en manos de la futura Subsecretaría de Educación Superior introduce un componente político e iguala las decisiones en este ámbito en lugar de potenciar a las instituciones -sin asimetrías de poder en la toma de decisiones- en la búsqueda de los mecanismos que mejor se adecuen a sus propias necesidades y a las de sus alumnos. Un sistema con mejor gobernanza donde todas las decisiones se tomen con el debido tiempo y conocimiento de los actores, con el acuerdo de las instituciones participantes y que mantenga los aspectos positivos del actual sistema como la transparencia y meritocracia, debieran ser el camino a seguir.