Lucas Alarcón toma el celular con la mano izquierda y lo alza al cielo de Santiago. Son las cinco de la tarde en Quilín y está a punto de comenzar la última práctica en suelo chileno de la Baby Roja. Tras la espigada silueta de 182 centímetros del capitán, sus 20 compañeros de selección forcejean amistosamente para hacerse con un lugar dentro del encuadre. Una vez que lo consiguen, se atusan el pelo, clavan los ojos en el aparato electrónico y sonríen al objetivo. Es la última foto de grupo de los soldados de Hernán Caputto antes de la gran batalla. El último retrato de familia. Una imagen, la de la nómina definitiva con la que Chile afrontará el Mundial de India, que hace sólo medio año muchos creían que jamás se tomaría.
Pero en el Campeonato Sudamericano Sub 17 disputado precisamente en suelo chileno entre los días 23 de febrero y 19 de marzo de este mismo año, la Roja no sólo logró sellar sus boletos para el Mundial, sino que lo hizo conquistando además el subcampeonato en el hexagonal final, viéndose superada tan solo por Brasil e igualando su mejor marca histórica, el segundo puesto cosechado en Colombia en 1993. Tal vez por eso (o quizás a pesar de eso) el gesto de concentración, el rictus serio, domina el semblante de cada uno de los seleccionados en esta sesión fotográfica previa al aguardado viaje. "Hagámosla cortita para entrenar luego", demanda uno de los jugadores al resto del grupo. Pero como restan aún algunos minutos para que arranque el último entrenamiento en suelo patrio y como, al fin y al cabo, lo logrado hasta este momento alcanza ya como para sonreír, los futbolistas del futuro terminan sonriendo. "¡Ya cabros, posen!", vocifera entonces Alarcón, defensor de Universidad de Chile. Y el que más, el que menos, acata la orden.
"Esta última semana hemos tratado de no hacer demasiado trabajo cognitivo, porque no queremos que los chicos se saturen con tanta información. Hemos hecho yoga y otro tipo de actividades que también ayudan en estos procesos", comienza a detallar, en conversación con El Deportivo, Hernán Caputto, artífice desde la banca de la clasificación al Mundial, reculando unos pasos en dirección a la cancha contigua para dejar espacio a sus futbolistas.
Después, prosigue: "Las sensaciones hoy son de todo tipo. Hay ansiedad, hay ganas e ilusión, hay nervios. Pero los chicos están mentalizados para hacerlo de la mejor manera. Evidentemente hemos hecho también un estudio de los rivales. Hemos estado viendo videos de todos ellos y haciendo otro tipo de trabajos que corresponde cuando el inicio está ya tan cerca".
Y es que la entidad de los adversarios que deberá enfrentar la Baby Roja en su camino hacia los octavos, servirá para evaluar sus aspiraciones reales en el torneo. México, dos veces campeón del mundo Sub 17, ganador del Campeonato de la Concacaf, este año en Panamá, y verdugo del combinado nacional en la última copa del Mundo de la categoría, celebrada en Chile en 2015, asoma como uno de los más poderosos. Inglaterra, finalista del último Campeonato Europeo Sub 17 y bicampeón continental juvenil (en 2010 y 2014), será el rival en el debut. Completa el cuarteto la poco conocida Irak, vigente campeona de la confederación asiática en 2016, pero que afronta su segunda experiencia luego de su discretísimo estreno en 2013, en Emiratos Árabes Unidos.
En el segundo país más poblado del mundo (unos 1.240 millones de habitantes), Chile deberá finalizar entre los dos mejores de su grupo para asegurarse un puesto en octavos, o terminar como uno de los cuatro mejores terceros.
"Deja peinarme pa' salir bonito", señala al resto uno de los 21 seleccionados de Caputto, comenzando visiblemente a habituarse, e incluso a disfrutar, de la última lluvia de flashes que cae sobre Quilín. Y el grupo estalla en una sonora carcajada. Y el seleccionador, entonces, aprovecha lo distentido para referirse a uno de los elementos más llamativos e importantes de la hoja de ruta de la concentración previa al Mundial. El de no circunscribir el proceso a un ámbito estrictamente futbolístico. El de otorgar a los seleccionados una preparación integral: "Uno nunca deja de aprender cosas. Yo me di cuenta de que después de 20 años jugando en el profesionalismo había visitado muchos sitios, pero no conocía nada. Y nosotros queremos que ellos conozcan la realidad que se van a encontrar allá. Por eso hemos estado estudiando diversas cosas sobre el país, como los dialectos que tienen, las ciudades en las que vamos a concentrar. Hemos trabajado con el calor, hemos hecho una preparación completa. Todos, no sólo los jugadores, sino también nosotros, el cuerpo técnico, porque en el fútbol, uno no puede dejar nunca de aprender".
Cuando la sesión fotográfica está a punto de concluir, los futbolistas reciben una visita ilustre. Se trata de un nutrido grupo de niños, menores en edad que ellos y provenientes de diferentes colegios, que han venido a desearles suerte antes de su viaje. En sus rostros puede adivinarse la admiración. Ellos son, de algún modo, su espejo más inmediato. "Nos vienen a ver", corrobora uno de los seleccionados, dirigiéndose a sus compañeros. Pero antes de recibir a sus invitados, llega el momento de la arenga final. Los jugadores describen un círculo sobre el césped. Igual a aquel que componían el 4 de septiembre de 1993 en el Estadio Olímpico de Tokio, es decir, hace hoy casi 25 años, los integrantes de la primera gran generación juvenil que alumbró el fútbol chileno. Los dueños del espejo originario.
Un grupo de futbolistas, en el que destacaban nombres como el de Manuel Neira, Sebastián Rozental, Héctor Tapia, Frank Lobos, Dante Poli o Patricio Galaz, que no sólo consiguieron firmar la mejor clasificación histórica de Chile en un Mundial Sub 17 (el tercer puesto), sino que consiguieron hacer soñar con un futuro de esplendor futbolístico a todo un pueblo. "En aquella época no había redes sociales, pero se generó una gran revolución entre los adolescentes. Las niñas se volvieron locas con los jugadores, al nivel de las calcetineras con los artistas de la música. Ellos crearon esa empatía y como en ese tiempo la adulta no ganaba nada (estaba sancionada por el escándalo del Maracanazo) todas las miradas se centraron en esa Sub 17", empieza a rememorar el seleccionador de aquel equipo, Leonardo Véliz. Y ahonda: "La televisión tuvo el ojo de televisar todo el proceso y conseguimos entrar a las casas de la gente. Los partidos eran a las 4 de la mañana y la gente inventaba asados y convivencias para verlos. Fue un proceso de catarsis colectiva que convirtió a los jugadores a su regreso en pequeños ídolos".
Pequeños ídolos que, pese al éxito en aquel Mundial de Japón, terminaron por convertirse en futbolistas que, en muchos casos y salvando quizás a los antes consignados, sencillamente no trascendieron. Tal vez por eso Véliz prefiere no aventurarse ahora a vaticinar la suerte de esta nueva generación: "Este grupo no ha provocado el mismo furor que provocó el nuestro, es cierto, pero los tiempos son también distintos y los jóvenes se entretienen de otra forma. Esta selección no encantó por su fútbol. Clasificaron, sí, pero no encantaron. Es una selección más de esfuerzo, más táctica, pero no quiere decir que no puedan protagonizar un resultado como el nuestro o mejor, porque es un grupo que ha llevado a cabo un proceso en forma seria".
Tras aquel histórico Mundial de Japón, la Sub 17 chilena quedó apeada en primera ronda en Egipto 1997 y no volvió a competir en la élite hasta Chile 2015, cuando cayó en octavos tras clasificar por anfitrión.
Quizás por eso ahora, poco antes de tener que disputar en tierras indias un nuevo mundial juvenil, el tradicional Ceacheí de los jugadores suena tan aguerrido, tan convincente. Y concluye con una voz de estrella del futuro, pero también de niño, diciendo, mientras el grupo emprende su camino hacia la cancha de entrenamiento: "Ahora, a lo que vinimos".