Soy un chileno de la diáspora: profesor en Haverford College, una universidad en Pensilvania, afiliado al departamento de español, el programa de estudios latinoamericanos y el de literatura comparada. De chico viví en Chile, en la población Germán Riesco y en El Pinar, en una zona adyacente a La Legua. Escribí la novela Muriendo por la dulce patria mía y un libro de crónicas llamado Antípodas donde describo parte de aquella época. Llegué a Estados Unidos en 1976 de intercambio cuando estudiaba en el liceo. No sabía inglés, pero pude viajar igual. Volví después con una beca del Instituto Internacional de Educación e hice todos mis estudios universitarios, incluido mi doctorado. Como muchos inmigrantes, me fui quedando, aunque hago incursiones persistentes a Chile, país al que sigo íntimamente conectado por medio de mi trabajo y de mi escritura.

La noche en que ganó Donald Trump me acerqué a Aleem y le dije: "Estás seguro, estás con nosotros". Aleem tiene nueve años y vive desde que tiene uno con Silvana Gambardella, mi pareja, y yo en Filadelfia. Es negro, es adoptado, es nuestro hijo y lo amamos.

Muchos inmigrantes tenemos la experiencia de haber vivido bajo condiciones de autoritarismo o represión violenta, así que estamos más preparados emocionalmente para lo que se viene. No hay miedo, hay preocupación. Por lo mismo, le dijimos a Aleem: "El papá y la mamá saben qué hacer con un presidente malo". Sabemos que, eventualmente, esto se va a acabar. Él sacó la cuenta y me dijo: "Cuando termine el gobierno de Donald Trump yo voy a ser teenager".

Con Silvana nos conocimos en Estados Unidos estudiando. Muchas veces hemos pensado en la posibilidad de volver a Chile, sobre todo hoy, pero pensamos que es un país muy racista como para que viva Aleem. Acá, él va a un colegio privado que está preocupado de la diversidad y todas esas cosas que a Trump no le gustan. Los discursos de los presidentes acá permean, y si él hace bullying, si él discrimina, ¿por qué la gente no lo va a hacer? Tenemos temor, por Aleem, que vivir acá sea peor que vivir el racismo chileno.

En Filadelfia hemos estado tranquilos, porque hay una tradición muy antigua de acción de apoyo y resguardo a personas que no son de acá. Pero desde que la campaña empezó, él ha tenido que curtirse con un ambiente hostil que desconocíamos. Sus compañeros, desde hace un tiempo, conversaban particularmente de Trump. Estaban preocupados. Un día, hace tres meses, mi hijo me preguntó si nos íbamos a tener que ir a otro país. Le dije que no sabíamos. Hasta ese entonces, creíamos que iba a salir Hillary Clinton y que no sería necesario, pero no lo dijimos. Hoy no sabemos qué puede pasar. Aleem, sin embargo, ese día se puso contento con la idea de irse, tanto que se preparó para llegar a Brasil. Eligió ese país porque su ídolo es Neymar.

Hasta este año, nunca me habían hecho un comentario discriminatorio por no ser norteamericano hasta hace dos meses. Estábamos con Aleem en un estacionamiento conversando y buscando algo en el auto. Había una tipa que pensó que nos iríamos y quedó esperando. Ansiosa, se puso a pitear hasta le dije que nos íbamos a quedar. Ella se enfureció, nos preguntó que quiénes pensábamos que éramos. Quedamos para adentro. Al final, dijo: "¡Vuélvete a tu país!". Aleem estaba escuchando. Me enojé mucho y le contesté: "¡Estados Unidos es mi país!". Nunca me había pasado eso. Algo está cambiando.

Cuando Trump ganó en Florida empezamos a llamar a gente, a hacer Skype y a utilizar Twitter como vía de desahogo. Algunos de mis estudiantes de Haverford se juntaron a ver todo. Pero eso terminó en llanterío. Y hoy todavía hay gente llorando, sobre todo los jóvenes.

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Sabemos que todavía no se despliega el escenario real, pero desde iniciada la campaña nos sentimos vulnerables. Hay que ver cómo se va formando el equipo de Trump y ver cuáles son las prioridades de su nuevo gobierno. Lo cierto es que el peor escenario ya se dio. Estos días después de la elección he tenido la sensación de estar viviendo una pesadilla. "Si me concentro, me despierto", pienso. Pero no pasa nada. Sigue la realidad de este payaso maligno como presidente electo. Hay gente en condiciones mucho más precarias: sin trabajo estable, sin papeles, sin red de protección social y bajo amenaza constante en todo sentido. A esta sensación de vulnerabilidad se suma que por tener educación, uno ya cae bajo sospecha y el antiintelectualismo que siempre ha existido en los márgenes de esta sociedad ahora es rampante.

Por supuesto que las leyes no han cambiado, ni van a cambiar tan fácilmente tampoco, pero el clima que ha impuesto la candidatura de Trump es hostil y agresivo. Ya era así antes de la elección y ahora está peor. En Filadelfia, un día después de los resultados, una tienda de nombre judío amaneció apedreada, con las vitrinas rotas, esvásticas y el nombre de Trump. Las microagresiones racistas y misóginas también se han disparado, al punto que en los colegios esto se lo conoce como el "efecto Trump": la legitimización del bullying.

El día siguiente a la elección supe que unos niños de básica del colegio de Aleem estaban haciendo una minimanifestación contra Trump. Ese mismo día, con mi pareja nos juntamos a comer con una amiga de la India y un gringo casado con turca para procesar todo este cahuín. Fue una comida-velorio, pero al menos nos sirvió para distendernos y, también, empezar a planear el nuevo escenario que tiene el futuro de los inmigrantes aquí; el futuro de nosotros en este -quizá- nuevo Estados Unidos.