El hombre que ahora camina hacia la iglesia Trinitá dei Monti, les explica a las tres mujeres que van a su lado cómo se debe pronunciar prego, io voglio spaghetti carbonara, grazie. Son rubios y están rojos por el sol. Él lleva una camisa hawaiana y los cuatro usan sombreros Panamá recién comprados. De paja, flexible, liviano, caro. Típicos de Florencia, pero también se venden en Roma. El grupo de norteamericanos avanza hacia el mirador sobre Piazza di Spagna. Atardece y se sacan fotos y el hombre compra una rosa para cada mujer. Se ríen, disfrutan. Cuestan un euro, las venden inmigrantes indios y paquistaníes. De todos los momentos del día para visitar la escalinata de mármol travertino por donde cada año se hacen glamorosos desfiles de alta costura, el atardecer es el más calmo. Turistas siempre hay, pero a esta hora, después de caminar por Roma antigua, medieval, renacentista, manierista, están cansados, incluso abatidos. Como si hubieran descubierto que el dicho popular "Para conocer Roma no basta una vida" es tristemente cierto.
En un paseo por el casco antiguo, a la hora que sea, en la piazza o fontana más escondida, hay gente caminando y tomando helado. Cada año la visitan más de siete millones de turistas. A pesar de la muchedumbre, bien temprano o bien tarde es posible encontrar espacio y andar por las calles semivacías, como Alec Baldwin por el Trastevere en la comedia romántica de Woody Allen: A Roma con amor (2012).
En esta época sería imposible darse el baño sensual de Anita Ekberg en La dolce vita. Más allá de la ley, no se podría porque en la Fontana di Trevi siempre hay gente. El primer día que me acerqué había tanta, que sólo logré verla de lejos, a riesgo de mancharme la nariz con el helado del turista de al lado y esquivando palos de selfies. Volví de noche, tarde, estaba más despejado y se apreciaba la fuerza de Neptuno domando hipocampos. La gran fuente barroca se construyó en 1700 y hace algunos años se limpió la piedra y el fondo brilla por las monedas. Hace unos años se estimaba que se tiraban tres mil euros por día en monedas. Ahora, con la crisis, quizás algo menos. Esa noche había menos gente y se escuchaba el sonido del agua.
En Roma, especialmente en verano, el agua corre. La ciudad está llena de fuentes. El agua sale por la boca de tortugas, caballos, gárgolas, dioses y ninfas. Los primeros días de viaje compré agua mineral, al final hice como los romanos: tomé agua de las fuentes.
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Tomates en el mercado de Campo Dei.[/caption]
En Piazza di Spagna los turistas posan y tiran monedas en la Barcaza, los inmigrantes venden castañas asadas y las parejas de novios –chinos, en general– esperan sitio para sacarse fotos del álbum de boda. Ajena al turismo de masas está la casa donde vivió John Keats, el poeta que aseguró que escuchaba el sonido del agua de la fuente de la Barcaza en su lecho de muerte, a los 25 años. La casa de Keats se puede visitar y es una forma de acercarse a una ciudad que ya no existe, cuando en lugar de turistas las vacas cruzaban la plaza. También se visita la Boca della Veritá, donde mete la mano la bella Audrey Hepburn en Vacanze romane (1953), cuando cruza la ciudad en una Vespa y lo pasa tan bien con Gregory Peck.
Felices las hermanas
En el aeropuerto, una monja negra sonríe parada frente a una foto de la Columnata de San Pedro. Tiene la cara iluminada de felicidad, como nunca le vi a una monja. Roma es el máximo destino para curas y monjas. Cruzarse con unos y otros es lo más común, no sólo en las iglesias. En Roma, los curas y monjas comen en restaurantes, toman helados, pasean, van al cine, son parte del paisaje urbano. Algunos son romanos, otros vienen de lejos. De Perú, de Nigeria, de Filipinas. Una noche me crucé con dos sacerdotes ingleses en la Via dei Genovesi. Me preguntaron si sabía cómo llegar a la plaza de Santa María en Trastevere.
En esta ciudad, la experiencia religiosa transita, muchas veces, los mismos caminos que el arte. Antiguamente, los artistas trabajaban para la iglesia: los papas eran mecenas de artistas, los protegían y les pagaban; coleccionaban arte. Las obras están a la vista en los Doce Apóstoles esculpidos en San Giovanni Laterano, en el Moisés de San Pietro en Víncoli, en el coro sobrio de Santa María del Popolo, en el Baldaquino de Bernini en San Pietro y, sobre todo, en El juicio final de Miguel Ángel, en la Capilla Sixtina. Todo el recorrido por el Vaticano es artístico. Y apretado, conviene aclararlo. Para entrar a los Museos Vaticanos siempre hay filas larguísimas. Si es primer domingo de mes –no se paga entrada– puede haber dos kilómetros de cola. Una vez adentro, uno integra una masa turística que circula. No vale detenerse, hay que seguir, avanzar o los que vienen atrás nos pisan los talones. En la Capilla Sixtina reside el Papa y se reúne el cónclave de cardenales que elige al nuevo Papa. La luz es baja para no dañar los frescos de Botticelli, Rafael, Rosselli y Miguel Ángel. El recinto se llena de gente con el cuello hacia arriba, como en una clase de yoga. Cuando el murmullo se eleva por la fascinación de lo que se ve y los turistas se descontrolan y, aunque está prohibido, sacan fotos, los guardias arrancan un show de chistidos para pedir silencio y pueden ser rudos con los fotógrafos aficionados. Delante mío le arrancaron a uno la cámara apoyada en la nariz, y lo retaron más que mis vecinos a su hijo cuando hace travesuras.
Así como a veces es artística, la experiencia religiosa en Roma puede ser misteriosa y bizarra. Me dijeron unos amigos romanos: "No dejes de ir a la cripta de los capuchinos". Les hice caso y caminé por pasillos húmedos y oscuros de la cripta del convento en la Vía Veneto, cerca del Palacio Barberini. Es una cripta-osario, decorada con los huesos de unos cuatro mil frailes. Hay hermosas guardas hechas con costillas, flores de cráneos y rosetones de fémures y quijadas. En una lápida se lee: "Nosotros éramos lo que sois vosotros y lo que somos nosotros lo seréis vosotros".
Los pliegues de la Sfogliatella
Los tacos se hunden en el empedrado irregular de la Piazza San Eustachio, pero a ella no le importa. Se sabe vista, camina sexy. Lleva pantalones negros de hilo y blusa de seda cruda. Pelo corto, anteojos Ray Ban, labios como una cereza. Podría ser una modelo de Vogue, quizás lo sea. Pero lo más probable es que sea una romana. Entra en el Café San Eustachio, que estalló de fama después de que Julia Roberts se tomara uno en Comer, rezar, amar (2010), y se pide un espresso y una sfogliatella con más pliegues que los de la túnica de una estatua que vi hoy por la mañana. Los de la sfogliatella, gracias al cielo, se pueden comer y son deliciosos.
Unos días en la ciudad bastan para entender que para las romanas y los romanos la moda es vital. Hasta hay una zona de negocios con moda religiosa. De Ritis es uno de los locales más conocidos y suele haber curas o monjas mirando la vidriera (un cartelito anuncia el tax free).
Las Vespas pasan rápido y con poco control. Roma es confusión, escándalo y ruido; una ciudad con gente apasionada: en la calle, hablan fuerte, se ríen.
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Una vista del Coliseo romano.[/caption]
En Roma se camina y se vuelve al hotel con los pies cansados. En cada barrio que conozco, por recomendación de amigos o de alguna guía, hay una trattoria o ristorantino para volver. Ahora sé que en Roma hay que probar: pasta cacio e pepe (queso y pimienta), gelato en Giolitti, carcciofo alla giudia en el Ghetto, pizza romana, que es finita y crocante, a diferencia de la napolitana, queso pecorino en tantos sitios y la comida de la abuela –scalopine– en la Osteria da Marcello, en San Lorenzo, un barrio joven cerca de Termini, y tiramisú en Pompi. En Roma, y en Italia, en general, comer es un asunto serio.
Un día, al ver el tamaño del antipasto (entrada) le pedí a Dino, de la Cantina Dino e Toni, en Prati, cerca del Vaticano, que del primi piatti (primer plato) trajera sólo media porción. Me miró con una mirada que no le vi a Marlon Brando en el primer Padrino y gritó (los dedos en montoncito): ¿Ma cuale e' la mezza porzione? Acto seguido, mandó un plato como para tres y después, el hit del lugar: spaghetti alla carbonara, según muchos, la mejor carbonara de la ciudad.
El trastevere
Del otro lado del río Tevere, Tíber en español, Trastevere es el barrio de moda. No es raro que los italianos alquilen su casa a un norteamericano. De día, es tranquilo, con calles finitas, casas bajas pintadas de ocre, ropa tendida y mujeres que se gritan de ventana a ventana. Está la Plaza del Mercado, la iglesia dedicada a Santa Cecilia, del siglo V, negocios que venden carteras de cuero, bares y restaurantes.
En una calle de atrás de este barrio de moda está el Nuovo Cinema Sacher, de Nanni Moretti, el director de Caro diario. Recuerdo que unos años atrás vi en ese cine Habemus Papam, que recién se había estrenado. La película, también de Moretti, cuenta una historia imposible. La de un Papa inseguro, que no se siente preparado para la misión de guiar a los católicos del mundo. Después de descartar enfermedades físicas, los cardenales, preocupadísimos, deciden que el nuevo Papa necesita un sicólogo. Entonces, el terapeuta Moretti se mete en el Vaticano y la película adquiere una dimensión fantástica. Divertida, respetuosa y perfecta para ver antes de una visita a Roma, donde la presencia religiosa es total.
Cerca del Cine Sacher, en Porta Portese, todos los domingos hay un mercado de pulgas. El mismo por donde pasaron Antonio Ricci y su hijo Bruno, los personajes de El ladrón de bicicletas (Vittorio de Sica, 1948) en busca de la bici robada.
Por la noche, el Trastevere se cambia el traje, huele a comida y sube el volumen. Trattorias, muchos bares y jóvenes de ronda hasta la madrugada. Es absurdo hablar de secretos o lugares escondidos en Roma pero Lucca, el empleado del Cine Sacher, me nombra la Trattoria da Paolo, en la vecina Piazza San Francisco. Hay mesas en la vereda, la pasta está al dente y el precio es lógico. Come la gente del barrio. Cada tanto pasa una Vespa y deja una estela rumorosa. El centro de Trastevere no está lejos, pero parece.
El Coliseo
Con dos mil años, es el anfiteatro más grande del mundo romano y la primera atracción de Italia. Fue dañado por terremotos y picapedreros, ya no está pintado como antes y es difícil imaginárselo en funcionamiento. Tanto como imaginarse un imperio que abarcó desde Gran Bretaña hasta el Sahara. La jornada de "juegos", antes de la lucha entre gladiadores, reconstruía el hábitat de las fieras –hipopótamos, elefantes, avestruces y leones– que llegaban de África. El escenario permanecía en exposición. Después había cacerías sangrientas. Por último, el combate, también sangriento y presenciado por cincuenta mil espectadores. Durante los combates navales (naumachia, en latín), se inundaba y poblaba de grandes navíos, remeros y soldados que se enfrentaban a muerte. Parecidos a los que se hacían en el Mare Nostrum, como se llamaba al Mediterráneo en tiempos romanos, pero en plan espectáculo. Suele haber visitas nocturnas, algo que seguramente el emperador Tito no imaginó en el año 80, cuando lo inauguró.