De niña los libros fueron su refugio: se escondía en ellos para alejarse del mundo. Y que nadie osara cruzar esa barrera. De algún modo hoy Samanta Schweblin (1978) aún se esconde en la literatura, pero ahora los libros que ella escribe no la aíslan: la conectan con los demás.
Autora de tres volúmenes de cuentos y una novela, Samanta Schweblin es acaso la escritora argentina más celebrada de los últimos años. Nacida y formada en Buenos Aires, vive en Berlín desde 2012, donde se enteró que su novela Distancia de rescate fue nominada al Man Booker Prize 2017 en el Reino Unido.
Invitada como jurado del concurso de cuentos Paula, la autora de Pájaros en la boca se encuentra en Santiago para participar en la premiación del certamen mañana.
Dueña de una prosa estilizada y de engañosa sencillez, que despliega un efecto poderosamente hipnótico, sus historias suelen explorar en las heridas de los lazos familiares. En ellas, y sobre todo en los cuentos, a menudo irrumpe lo irracional o fantástico, y sus desenlaces conducen al lector a finales de vértigo: inesperados y perturbadores.
"La 'normalidad' es solo una convención, no hay nada normal sobre este mundo, no hay gente normal, ni familias normales, ni parejas normales ni vidas normales", dice. "De hecho, la idea de que hay una forma promedio de 'ser' o 'hacer' es una de las cosas que más me ha incomodado y lastimado en la vida. Todos somos hermosos patitos feos, y a todos nos tranquiliza saber lo raros que son los demás, por eso nos hace tan bien la literatura".
La violencia y el dolor están muy presentes en sus cuentos. ¿Es el costado de la vida que más le interesa?
Me interesa escribir sobre lo que me preocupa y lo que me asusta, es mi manera de pensar ciertas cosas, de imaginarme a mí misma en distintas situaciones y entender cuánto podrían dolerme, o cómo podría sobrevivir en determinados escenarios. La escritura es una suerte de exorcismo: me cura, me limpia, me ayuda a entender.
Las relaciones familiares son el eje de sus narraciones...
La familia, incluso por su ausencia, es nuestro gran escenario común. Todos nos criamos en ese primer núcleo social, ahí formulamos nuestros primeros miedos y tragedias, absorbemos mandatos, nos dejamos formar y deformar. Me atrae la fuerza -para bien y para mal-, de ese amor tan genuino que puede sentirse entre padres e hijos, y toda la carga y la oscuridad que ese amor inevitablemente también provoca.
"Leer es cubrirse la cara. Escribir es mostrarla", dice uno de los relatos de Alejandro Zambra. ¿De qué modo muestra su cara al escribir?
Es una idea preciosa. También podría ser exactamente al revés, de hecho, para mí muchas veces "leer es descubrirse", pero qué bonito que haya tantas verdades posibles. A mis 11, 12 años, tenía una fobia social terrible y usaba los libros justamente para cubrirme la cara. En los recreos me sentaba en el patio y escondía la cara frente a algún libro, así lograba que a nadie se le ocurriera la arriesgadísima idea de interactuar. Para mí la literatura nunca fue mostrar la cara, todo lo contrario: fue avanzar agazapada, cuidándome siempre de no mostrarme del todo, pero fueron mis libros -publicar, dar entrevistas, ir a festivales, a ferias-, el coletazo inesperado que me dejó en un lugar de exposición al que me costó muchísimo acostumbrarme. De hecho, no me acostumbro todavía. Lo que vuelve a darle la razón a Zambra.
¿Qué autores han sido sus referencias?
Hubo muchos, los cambio cada tanto, cuando cambio de piel. Al principio fueron Kafka, Cortázar, Ray Bradbury, Camus. Después, con los primeros talleres literarios, llegaron los norteamericanos: Salinger, Cheever, Hemingway, Flannery O'Conor, Welty, Tobias Wolff. Hoy elijo mis influencias contemporáneas casi como uno pide un deseo, las ganas de ser tocada de alguna manera por bestias tan preciosas, y pienso en autores como Agota Kristoff, Kelly Link, Elizabeth Strout, Anne Carson, Amy Hempel.
¿Qué condiciones le exige a un cuento?
Que me entregue algo valioso a cambio de mi lectura. Un descubrimiento, una revelación, una sensación o un pensamiento al que no hubiera llegado de otra manera. Y en la travesía tiene que cuidarme: tiene que interpelarme con autoridad, para que me rinda al baile, pero para antes tiene que seducirme, tiene que convencerme enseguida de que el tiempo invertido valdrá la pena.
Ha recibido numerosos elogios por su trabajo. ¿Cómo se escribe rodeado de elogios?
No se escribe, hay que olvidarlos. A veces asustan, pero en cuanto vuelvo a conectar con la historia en la que estoy trabajando todos los premios y los fantasmas desaparecen, y otra vez estoy sola en el escritorio, tirando de la soga para ver que hay del otro lado. Los premios son cosas que le pasan a los libros, no a mí: no puedo escribir con todo eso dentro de la habitación. Estoy muy agradecida con todo lo que está pasando con mis libros. Pero necesito desentenderme un poco para trabajar con libertad.
¿Qué ha leído últimamente? ¿Conoce literatura chilena?
Claro, literatura chilena fue lo primero que leí en mi vida, cuando mi abuelo, fanático de Gabriela Mistral, me recitaba sus poesías con lágrimas en los ojos. Pero además qué gran liga de escritoras contemporáneas: Lina Meruane, Nona Fernández, Andrea Jeftanovic... Este fin de año terminé tres libros que me gustaron mucho. Dos de dos mujeres jóvenes, impresionantes, arrasadores: Ciudad Blanca de la sueca Karolina Ramsqui y Canción dulce, de la franco-marroquí Leila Slimani. Y una nouvelle preciosa Reunión, del alemán Fred Uhlman.