Carlos Rocca despegó ayer a las 13.30 desde el Aeródromo de Vitacura montado en un planeador monoplaza de más de US$100 mil y remolcado por un Piper PA 18. Recorrió el cielo, detrás del remolcador, por cosa de minutos y, una vez alcanzados los 750 metros de altura junto a la ladera del Cerro Manquehue, inició su propio vuelo. En silencio, sin motor de por medio y compartiendo pista con aves andinas, Carlos Rocca, el piloto más reputado de Chile, alcanzó oficialmente la paz.

Fue el último día del 55° Torneo Nacional de Planeadores y Rocca, como durante las siete jornadas anteriores, lideró el recorrido de principio a fin. Más rápido que sus 17 rivales, voló con sutileza y vértigo de norte a sur, entre el Valle del Elqui y Curicó. Ganó el día y con él, también el campeonato, sumando un número indeterminado de títulos locales que no puede recordar con precisión. Dice, solamente, que de los últimos 15 torneos que disputó, sólo no ganó uno o dos. La ecuación suma entre 13 y 14 primeros lugares desde 2003 a la fecha, un segundo lugar en el Campeonato Mundial de 2010 y el rótulo, indiscutido, de ser el mejor piloto de planeadores de Chile.

Su primer vuelo, dice Carlos Rocca -47 años, ingeniero civil, soltero, peinado elegante-, se remonta a una treintena de años atrás como pasajero de su padre homónimo, un socio respetado del Club de Planeadores de Vitacura. Luego, convertido en adulto, y mientras estudiaba ingeniería, incursionó en el parapente. Mucho antes, eso sí, asegura, ya jugaba con aviones de papel, simulaba vuelos ficticios y se adentraba en el mundo del aeromodelismo.

Hasta que a mediados de los 90' se inició en la ciencia de volar en silencio. Hizo el curso en el Club de Planeadores de Vitacura y al poco tiempo comenzó a volar en solitario. Su primer vuelo, rememora el perito en corrientes ascendentes, le generó un estado de euforia inusitado: "Era mi primer viaje solo así que fueron muchas sensaciones. Me fui todo el ascenso gritando".

Desde ese momento, explica Rocca, empezó a sumergirse en una relación amorosa con su planeador que se ha mantenido incólume hasta hoy. Jamás, jura el piloto, han siquiera ensayado una discusión. Mucho menos una ruptura. Se trata, filosofa, de un amor sano en el que ambos -planeador y piloto- se retroalimentan a miles de metros de altura. Lo explica así: "Imagínate volar sin motor, llegar a 7.000 metros de altura, volar 1.000 kilómetros. Vemos cóndores, guanacos. Le tenemos nombre a todos los cerros que vemos. Volamos en invierno, con la cordillera nevada. Es una cosa difícil de explicar si no la vives. Una vez que uno se sube, no te bajas más"

El arte del planeador, explica el multicampeón, consiste en despegar remolcado desde un aeródromo y, una vez libre, comenzar a buscar las térmicas -corrientes ascendentes- que genera el sol al calentar la Tierra. Para eso, dice, se necesita de una sensibilidad especial que sólo se logra desarrollar después de horas y horas de vivir en el aire. Una vez hallada la térmica, el planeador comienza a volar en círculos para tomar altura. Y sólo cuando la altitud es suficiente, inicia el vuelo hasta la siguiente térmica. Se trata, siempre, de un planeo hacia abajo, en el que el planeador desciende a razón de un metro por segundo.

De ahí la necesidad de que el piloto logre encontrar la térmica. "Si estás a 1.000 metros de altura, tienes algo así como 1.000 segundos antes de llegar a tierra", grafica. Si la térmica no aparece, dice, el piloto se ve obligado a aterrizar en el primer descampado que encuentre. Ahí el planeador se desarma, se monta en un camión y vuelve por tierra al club.

Explica, también, que volar en Chile es diferente a hacerlo en otras partes del mundo. Aquí se suele planear alrededor de cerros y cerca de la Cordillera, lo que genera una dificultad extra. "Somos pilotos de montaña, que es un tipo especial. En casi todas partes se vuela en zonas planas, en la llanura. Por eso practicamos mucho y necesitamos más horas de instrucción", dice Rocca, que acumula más de 3.000 horas de vuelo en planeador y otras 1.000 como piloto de avión.

Para algunos, volar es una especie de terapia. En el aire, con el celular apagado y desconectados de lo que ocurre en la tierra, viven un aislamiento voluntario. Es un exilio en el que convergen paz y un cúmulo de adrenalina. "Hay silencio, contacto con la naturaleza, hay paz arriba. Además, en algunos momentos, como el planeo final, alcanzas altas velocidades, cerca de 270 km/h, y ahí la concentración tiene que ser máxima. Es el momento, te diría, de mayor adrenalina y no hay espacio para pensar en otras cosas", dice Rocca, desde la tierra. Y poco antes de recibir el enésimo trofeo de su carrera.