El señor Suzuki está cansado

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El dueño del Kintaro, el emblemático restaurante japonés del barrio Bellas Artes y uno de los primeros que existieron en su tipo, anunció, sin bombos ni platillos, que este viernes que viene cerrará las puertas de su exitoso local.




Kasumaza Suzuki (66) está siempre detrás de la caja de su restaurante, un ícono de la comida japonesa ubicado en la calle Monjitas 460, entre José Miguel de la Barra y Mosqueto, frente al Metro Bellas Artes. Suzuki, que cultiva un look similar al del señor Miyagui, de Karate Kid, se ve muy serio mientras trabaja y vigila el funcionamiento del pequeño local de no más de 15 mesas y cuadros de pinturas tradicionales de Japón, que casi siempre está lleno para el almuerzo y la comida, y estos últimos días, hasta ha tenido filas de clientes esperando una mesa.

Desde su podio, dirige como si fuese una orquesta, haciendo señas con su mano izquierda. Rara vez usa la derecha, puesto que tuvo un accidente mientras vivía en Japón y perdió el pulgar, el índice y el anular. Sonríe o saluda a los clientes regulares –que no son pocos- con su marcado acento, pero en general permanece en silencio. Pese al éxito que arrastra –el local se encuentra entre los restoranes japoneses mejor evaluados en Zomato-, este viernes, sin ceremonia ni despedida formal, va a cerrar su restaurante.

Es que Kasumaza Suzuki está cansado.

Está cansado de levantarse todos los días a primera hora para ir a La Vega y de ahí correr al restaurante, quedarse hasta las tres de la tarde y volver a su casa en El Llano. Está cansado de tener que salir otra vez en la tarde, cerca de las siete, a dirigir las operaciones del Kintaro hasta la hora de cierre, la que los fines de semana es alrededor de la una de la mañana. Está cansado de llegar a esa hora a su casa a sacar las cuentas, y sobre todo está cansado de seguir la misma rutina todos los días, salvo los sábados, cuando juega tenis religiosamente de nueve a 11 de la mañana con sus amigos japoneses.

"Hace más de un año proyectaba que pronto, en un futuro cercano, me iba a retirar. Pero no sacamos ningún cartel de 'se vende', no llamamos a ninguna agencia. Entre amigos corría la voz. Al final, nuestro cocinero, Koichi Watanabe, también dijo que se iba a retirar. Entonces era mejor no contratar a otra persona, decidimos que nos íbamos juntos. Sí, terminamos nuestra función", cuenta el dueño.

Suzuki dice que la rutina lo hace sentir viejo y que adentro de él hay algo que después de mucho tiempo acallado ha vuelto a aparecer. "Ya estoy cumpliendo mi tarea, por lo tanto está despertando mi espíritu de vagabundo".

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El japonés errante

Si nos apegamos al folclore japonés, Suzuki es más un rōnin que Kintaro. Este último personaje, que da nombre al restaurante, es descrito en la leyenda como un bebé dorado, poderoso y rechoncho –vestido solo con un babero rojo- que tras ser abandonado en el bosque, es rescatado y criado por una bruja. El rōnin, en cambio, es como se denominaba a los samuráis errantes que no tenían un señor al cual servir en el Japón feudal. Al igual que uno de ellos, Suzuki viajó sin rumbo y amo, pero no por Japón. En 1975, después de un tiempo trabajando como ingeniero eléctrico en Tokio, salió a recorrer el mundo, se fue al sudeste asiático, se sorprendió con la cultura de India, Sri Lanka y Pakistán y luego terminó en Europa, que no le llamó tanto la atención.

Un año después volvió a su país, para ahorrar y poder partir otra vez. Le tentaban África y América. "Naturalmente, cuando conoce idioma de un país, se conoce ese país más profundo. Yo hablaba inglés. Para África necesitaba conocer también francés, portugués y varios idiomas. En Latinoamérica podría ser solo español. Entonces ahí ingresé a una academia de esa lengua en Japón". Partió en México y desde ahí al sur. Estuvo seis meses en Guatemala perfeccionando el idioma, fue a Perú y se estableció en Cusco, donde conoció a la chilena que se convertiría en su esposa hasta hoy.

En 1980 estuvieron en Santiago, pero se fueron a Japón, donde se casaron y tuvieron un hijo. Retomó su antiguo trabajo como ingeniero eléctrico, pero algo había cambiado definitivamente y quiso volver a esta parte del mundo a establecerse y echar raíces. El rōnin tenía que reposar.

Ahorraron ocho años y llegaron justo antes del plebiscito de 1988, periodo durante el cual él aprovechó de trabajar como traductor para los medios de prensa. "Anduve en esa época con periodistas japoneses como intérprete, por lo tanto conocí desde poblaciones hasta donde viven los ricos, y yo veía que este país estaba políticamente cerrado, pero económicamente abierto y yo veía a gente honesta, trabajadora, así que tenía seguridad de que iban a tener un buen camino", recuerda.

Después de un tiempo como ingeniero en la Agencia de Cooperación Internacional de Japón, quiso hacer algo diferente y se asoció con un amigo que ya en 1995 tenía este restaurante en el barrio Bellas Artes, al que principalmente iban japoneses.

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Tarea cumplida

–Mire, mejor ni hablar de eso, que no sé qué voy a hacer.

El comentario es de una de las meseras del Kintaro, que se sorprendió, al igual que los clientes, con el anuncio de cierre.

"Yo cumplí mi tarea. Eso significaba difundir comida japonesa y ofrecer buena calidad y precio razonable, pero siempre en restorán tiene que renovarse, innovar nuevas tendencias, tiene que modernizar y ya, pienso, próximo dueño que viene aquí ofrecerá una comida más renovada", comenta, aunque todavía no tiene claro qué sucederá con el local, ni quién se encargará de él o en qué se convertirá cuando cierre la cortina por última vez el viernes 31.

En 2002 su socio le vendió su parte y la clientela fue cambiando junto con el barrio: "Cuando yo llegué todavía las oficinas, domicilios de los japoneses estaban por acá. Ahora todos en Vitacura, Las Condes. Por lo tanto, viene muy poco porcentaje japonés", dice, y agrega que sus clientes son chilenos y extranjeros que se están quedando en los hostales del área.

Cuando él tomó el control, el sushi comenzaba a popularizarse en el país, y cuando se dio cuenta de eso cambiaron la carta y pusieron a esta preparación –que en la gastronomía nipona es un bocadillo- como opción para plato principal. Ahí se prepara bajo el sagrado principio de que el sabor está en el arroz y el pescado, siempre fresco y escogido cada mañana por el mismo chef Watanabe. Sin embargo, a regañadientes, apareció el queso crema solo porque la gente lo pedía. Si dependiese solo del gusto de Suzuki, servirían solo platos realmente tradicionales de la cocina japonesa, platos de hogar, como el mizutaki (un cocimiento que lleva carne y verduras) y oden (en base a pescados, mariscos y verduras). En el Kintaro de todos se come uno de los mejores ramen de Santiago, un potente y sabroso caldo hecho en base de pollo –que se cocina por más de seis horas para sacarle el sabor, aclara el dueño-, con fideos hechos en casa y acompañado de verduras, huevo y cerdo laminado. Una bomba de sabor y energía, que en invierno puede revivir muertos.

El cronista gastronómico Carlos Reyes lamenta el cierre del Kintaro, porque ahí "saben trabajar pescados frescos, caldos, frituras finas. Aparte de que no se trata de alta cocina, sino de una sin más pretensiones que ofrecer buena comida japonesa, fría y caliente. Ir a la segura es un bien escaso en el circuito local". Mientras, el crítico Álvaro Peralta, también conocido como Don Tinto, dice que con su partida se pierde a "uno de los pocos japoneses tradicionales que no se tentaron con la facilidad de hacer rolls y se quedaron con lo más tradicional.

A Suzuki los comentarios lo tienen sin cuidado. "Me gustaría volver a vagabundear y también estudiar un poco de nutrición, eso no para negocios, es un tema personal, si no estudio, uno envejece más. El cerebro siempre tiene que estar activado".

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