Se le veía cada vez menos, pero siempre que aparecía, su imponente figura no pasaba desapercibida. Hacía 11 años que Egon Wolff había hecho a un lado la escritura para dedicarse casi por completo a pintar acuarelas, de a dos o tres al mismo tiempo, hasta sumar 400 lienzos al interior de su casona en Calera de Tango, a la salida sur de Santiago. Varios años antes, a fines de los 90, había dejado de dar clases en la Universidad Católica, donde pulió a varias generaciones de actores con ambiciones literarias. Decía, sin embargo, a mediados de abril pasado y a pocos días de cumplir 90 años, que se sentía de 70 y que recién había soltado el volante de su auto a los 86. Desde entonces se acercó cada vez menos a la ciudad, al teatro y hasta el Tavelli de Manuel Montt, su favorito y donde citaba a reuniones y entrevistas.
"El del Drugstore era el de Jorge Díaz, así que ahí no me meto", bromeaba, para enseguida ponerse serio otra vez: "En realidad, cuando eres viejo muchas cosas dejan de importarte, incluso las más importantes, como pasar desapercibido".
Ayer por la mañana, ya conocido su deceso del miércoles por la noche, persistieron las dudas y el silencio. De un lado, la familia del ingeniero químico de profesión no se pronunciaba al respecto; y del otro, ni el Consejo de la Cultura ni Sidarte manejaban nuevas informaciones. Se sabía que Egon Wolff había estado internado por cuatro días en una clínica de Santiago en marzo de este año, aquejado de un pulmón. Se sentía asfixiado. "Tenía agua en un pulmón por un tema cardíaco de hace años", declaró el dramaturgo tras ser dado de alta, pero sus pasos nunca volvieron a ser los mismos.
Una fuente cercana a la familia del autor de El signo de Caín, reveló que el dramaturgo habría sufrido un accidente doméstico que complicó todo. "Tengo entendido que su muerte fue producto de un accidente vascular, un derrame cerebral provocado por una caída en su casa", declaró. Una de sus nietas, quien viajaba de Punta Arenas a Santiago, confirmó la versión y entregó detalles del que será el último adiós a su abuelo. Desde las 2 de la tarde de ayer, sus restos fueron velados en el Cementerio Parque del Recuerdo, donde hubo también un responso pasadas las 20 horas. Hoy al mediodía, en tanto, habrá una misa y luego serán sus funerales. "Se fue tranquilo, rodeado de los suyos", cuenta Isabel Wolff.
Así, sin más detalles, Wolff se unió a la lista de dramaturgos chilenos muertos durante este año, junto a Luis Paco Rivano, fallecido el 15 de septiembre, y Juan Radrigán, el 16 de octubre. "Parece ser que la maldita regla de tres recayó inclemente esta vez en nuestra dramaturgia y sus creadores. Lamentables las muertes de Paco, Juan y ahora Egon", dice Ramón Núñez, actor, Premio Nacional 2009 y colega académico suyo en la UC. "Con Egon Wolff se fue una de las últimas voces del teatro chileno del siglo XX", comenta al teléfono el dramaturgo Alejandro Sieveking a poco de enterarse de su muerte. "Hacía mucho que no lo veía, pero no sabía que estuviera enfermo o con problemas de la edad. En fin, seremos otros los que seguiremos por aquí, dando vueltas", agrega. No fue el único.
"Conversamos hace algunas semanas y quedamos de vernos. Se oía bien, con su humor y amabilidad de siempre, así que su muerte nos pilló por sorpresa a todos", agrega el director y Premio Nacional 2015, Héctor Noguera, quien en 2011 protagonizó junto a Gloria Münchmeyer la reposición de su obra Háblame de Laura (1986), "la más querida de mis obras", según Wolff.
Cambio de fórmula
Tenía 28 años y acababa de casarse con Carmen Peña, con quien tuvo dos hijos, Eduardo y Enrique. El ingeniero químico y empresario Egon Wolff, nacido el 13 de abril de 1926, hijo de padre prusiano y madre de origen alemán-sueco, y quien por entonces emprendía una investigación sobre algas marinas chilenas, pescó una tuberculosis y tuvo que radicarse un buen tiempo en Quilpué. Fue allí donde conoció al actor y director Eugenio Guzmán, quien por esos días protagonizaba una recordada versión de La muerte de un vendedor, de Arthur Miller, en el Teatro Nacional. Ya de vuelta en Santiago, Wolff asistió a una función y quedó boquiabierto.
Esa noche, recordó después, corrió hasta su casa en Los Leones y escribió en pocas horas la que fue su primera obra, Mansión de lechuzas, de 1958.
Ya escribía de niño, a espaldas de sus padres, y hasta puso punto final a su primera novela, El ocaso, con apenas 16 años. Sin embargo, este encuentro con los escenarios torció para siempre la vida que había planificado. "Ahí me enamoré del teatro. La fui a ver diez veces, me conseguí los textos y con una falta de modestia impresionante me dije: esto lo puedo hacer yo. Ahí me embarqué en el teatro", le confesó a Revista Réplica años después, ya convertido en uno de los cabecilla de la Generación del 50, junto a Fernando Cuadra y Sergio Vodanovic.
Desde entonces se empapó de los textos de Miller, O'Neill, Strindberg y Dürrenmatt, y poco a poco, su obra cobró vida bajo el alero del Teatro Experimental, con historias cargadas de temas sociales, política contingente y componentes existencialistas. En 1970, Flores de Papel recibió el Primer Premio en el concurso Casa de las Américas de La Habana, Cuba, y tuvo versiones en EEUU, Argentina, México, Inglaterra y Francia. Escribió más de 25 obras, entre las que también asoman Parejas de trapo (1959), Flores de papel (1970), La balsa de la Medusa (1984) y Encrucijada, de 1998, dedicada a su esposa Carmen, quien murió en un accidente automovilístico.
Desde 1997, el autor rehizo su vida junto a su cuñada, Ana María Peña, con quien vivió sus últimos días.
En 2013, ya distanciado de la docencia y el teatro, Egon Wolff recibió el Premio Nacional de Artes de la Representación. "Es lo último que hubiese esperado", declaró ese día. "Siempre sentí que por mis orígenes anglosajones y burgueses me habían dado poco boleto en el mundo del teatro. Gran culpa, pienso, tuvo Los invasores", agregó, refiriéndose a su obra de 1963 que ese mismo año debutó bajo la dirección de Víctor Jara en el Antonio Varas, con Tennyson Ferrada y Bélgica Castro en el elenco. Repuesta en el GAM en 2012, esta vez por Pablo Casals, su historia tenía al centro a un particular personaje, el China, quien fuerza la ventana hasta ingresar a la mansión de los Meyer, un matrimonio de acaudalados industriales.
"El tenía muchas ganas de ver nuevamente la obra, aunque como siempre, estaba medio inseguro de lo que fuera a pensar la gente", cuenta Casals desde Nueva York. En varias reuniones y ensayos, recuerda, el dramaturgo volvía una y otra vez al primer estreno de la pieza, en 1963. "Decía que le había costado amigos familiares de derecha y otros de izquierda. No entendía muy bien las razones", agrega.
"Soy un hombre que merodea", decía el China, "Soy un hombre que merodea". Quizá era él mismo, Egon Wolff, un intruso, un hombre que intentaba abrirse paso en un escenario que nunca antes había sido suyo.