Salió con todo en contra. Con el Madison Square Garden conmovido por la reunión de Paul Simon y Art Garfunkel -dos que son de la casa, de Queens, que les cantan a los barrios de la ciudad y cuya simpleza acústica tumba hasta al más duro- y con micrófonos que no funcionaban y una banda que comía ansiedad y estaba lista para tocar, pero que no podía hacerlo por las inesperadas complicaciones técnicas. Cualquiera se hubiera intimidado. Sobre todo sumado a la incapacidad de no poder ver qué es lo que está pasando a tu alrededor y tener que estar atento a lo que algún asistente te diga al oído. Pero Stevie Wonder, uno que es grande de verdad, uno al que habría que hacerle un salón de la fama para él solo, coge el único micrófono que funciona y acompañado del sonido de su teclado que sale de los retornos canta Blowin'n in the wind, de Bob Dylan. Como si nada. Como si el folk blanco fuera gospel negro. Como si la hubiera ensayado mil veces. Como si esta rendición sorprendente, emotiva hasta los huesos, fuera cualquier tema de ensayo. Cualquier prueba de precalentamiento.
Por accidente, por un imprevisto, la primera de las dos noches de celebración de los 25 años del Hall of Fame encontraba aquí una de las cumbres de la noche. De una velada que partió con Crosby Still & Nash, ese trío de folk sesentero, de estética muy gringa y ambiciones muy épicas, donde militó el canadiense Neil Young, por un tiempo, y que la noche del jueves compartió escenario con Bonnie Raitt, James Taylor y Jackson Browne para repasar canciones espléndidas como Rock and roll woman.
La noche era otoñal y cálida en la ciudad que nunca duerme. Veinte mil personas copaban el recinto ubicado entre la 33 y la Séptima Avenida y el ambiente era de fiesta y repaso. Antes de cada número se proyectaban imágenes del rock estadounidense, mayoritariamente (criterio que ha sido históricamente resistido por los detractores del Hall of Fame), yendo de la protesta beatnik hasta la sicodelia californiana y los grupos vocales de Motown y el soul de Stax.
Luego apareció el bueno de Paul Simon, con un set de canciones solistas -como esas de muy temprana inspiración africana, como You can call me al- y después recibió a su viejo socio para hermosas rendiciones de Cecilia, The boxer y Mrs. Robinson. Wonder, ya está dicho, fue una completa maravilla. Cantó Superstition con el guitarrista Jeff Beck y Higher ground junto a Sting, pero se robó la noche con lo mucho que tiene para mostrar en un show promedio: una versión política y funky de Living for the city, otra divertida e ingenua para For once in my life y una emocionada, sentida hasta las lágrimas rendición de The way you make me feel, de Michael Jackson, que tuvo que interrumpir a la mitad cuando su garganta se trabó de la emoción.
Lo último de la noche fue una cita con la jefatura. Una reunión de última hora con el hombre que la lleva, con el dueño de casa. Con Bruce Springsteen, uno que llaman por su nombre de pila (con un cántico muy típico que dice "Bruuuce") y que aparece junto a la E Street Band y esa actitud del tipo "ahora van a ver lo que es bueno". Es notable su manejo: cuando pide aplausos, nadie se niega, cuando quiere coros, cantan hasta los mudos. Y cuando trae a un amigo a la casa, como hizo con John Fogerty, su público entrega el mismo respeto que él reclama tácitamente. Con una levantada de cejas. Juntos cantaron Fortunate son, Proud Mary y Pretty woman, de Roy Orbison, casi al cierre de una jornada maratónica, inolvidable, necesaria para los que siguen escribiendo la historia del género más popular de la música popular.