Tahiti: Unos días en el paraíso
El avión de LAN va llegando a Papeete y las azafatas entregan ese papel que hay que llenar para policía internacional. Empiezo a leer y, rápidamente, me doy cuenta de que me acerco a una especie de paraíso. No por las fotos del lugar que "googlié" antes de partir, todas increíblemente bellas, sino porque la información que piden es inusual. Entre las opciones para alojar, aparecen yates y veleros. Y en la lista de razones del viaje, lo primero que figura es "luna de miel". Trabajo o negocios están al final de la lista. Qué agrado.
Luego de 11 horas de vuelo, aterrizo en Faa´a, al oeste de Papeete, la capital de la Polinesia Francesa. Ahí, uno aprende, si no lo sabía antes, que Tahiti es el nombre de la isla principal del archipiélago Islas de la Sociedad. Es más: hay en esta parte de la polinesia 118 islas, 47 de ellas lo suficientemente grandes como para tener un aeropuerto, distribuidas en cinco archipiélagos. Todo esto en un área de 4 millones de kilómetros cuadrados, tamaño similar al que tiene Europa.
Tras dormir una noche en Faa´a para superar el intenso jet lag que produce volar siguiendo al sol, llega el momento de embarcarse rumbo a la isla de Bora Bora, viaje que dura dos horas. Miro por la ventana de la nave Air Tahiti y se me entra el habla. Las islas se asoman con sus anillos de agua cristalina, y compruebo que ese intenso color turquesa del agua, que creía exagerado con photoshop, es real. Increíblemente real.
Me bajo en el aeropuerto de Bora Bora y mi grupo no para de tomar fotos, sobrerrevolucionado con el paisaje y esa sensación única de saber que se está en un lugar soñado. La laguna, como le llaman al agua de mar que queda entre la isla y su anillo de islas y coral, es hermosamente luminosa. Y el volcán Otemanu, igualito a la montaña de la serie televisiva Lost, es el mejor telón de fondo posible.
Acostumbrado a esta reacción de novatos, el personal de los hoteles que está ahí para recogernos espera con paciencia. Pero llega la hora de subirse al bote (es la única manera de trasladarse) y entonces caigo en la cuenta de que no hay yates gigantescos, ostentosos, de esos con olor a nuevo, que se ven con frecuencia en otros destinos turísticos. Aquí todo exuda elegancia, discreción. Inevitablemente, la vista se va hacia un bote demadera que podría estar en algún rincón de la costa amalfitana, en Italia. Es el más lindo y es el nuestro. Dice: Four Seasons Resort Bora Bora. Y partimos.
ENTRANDO EN CALOR
La mayoría de los hoteles de buen nivel en la Polinesia Francesa construye sus habitaciones sobre palafitos, arriba del mar, para que los huéspedes se empapen con la belleza del entorno. El Four Seasons, inaugurado en septiembre de 2008, no es una excepción. Aunque hay villas sobre tierra firme, 100 más están en la laguna. Y tienen ventanitas en el piso, para no perder nunca de vista el hermoso color del agua.
Un carrito nos lleva hasta nuestras habitaciones, que tienen más de 100 metros cuadrados. Mientras recorro la mía, descubro que no tengo que contratar una empresa para nadar entre peces de colores: lo puedo hacer ahí mismo, a mi ritmo, con mis tiempos, con la compañía que yo elija. Hay una rampa con una escalerita que permite bajar al mar y en una caja está todo lo necesario: salvavidas, snorkels. El agua tiene, la mayor parte del año, una temperatura agradable: 28 ºC. Y el aire, 27ºC en verano, 24ºC en invierno.
Decido ir a a la piscina.Me atienden tan bien que me siento como una reina. No hay animadores, no haymúsica ambiental, no hay motos de agua metiendo ruido. Todo se presta para –¡al fin!– tomar ese libro cuya lectura ha sido tantas veces postergada por mi acelerada vida de madre trabajadora. A ratos, me distraigo para observar a los huéspedes que andan en kayak o practican el deporte de moda: stand up paddle. Es una especie de surf, pero se hace de pie, sobre aguas calmas, y con la ayuda de un bastón-remo. De lo más cool.
Llega la hora de comer y agradezco haber llevado jeans y un chaleco de hilo. No hace frío, claro, pero tampoco ese calor pegajoso del Caribe. Junto con nuestras aguas Perrier y Evian, aprendemos de qué se trata la cocina fusión al estilo polinésico. Trago camarones a destajo y saboreo pescados blancos de nombres que no recuerdo. También piña, mucha piña. Hasta un arroz con piña pruebo. Y todo me parece delicioso.
Ha caído la noche y me espera la tina. Es enorme y está ubicada al centro de la habitación, frente a una puerta corredera. La abro, me sumerjo y vierto un chorro de burbujas de monoi (la aromática flor típica de Tahiti). Siento la brisa del mar en mi cara y el agua caliente en mi cuerpo. Me relajo como pocas veces lo he logrado. El placer es tal que, durante el resto del viaje, fantaseo todos los días con la idea de volver a esta tina. Y me preocupo de dejar tiempo para ello.
De noche, el silencio es total. El agua golpea los pilares de la cabaña y me siento como si fuera una guagua meciéndose en los brazos de su mamá. Se escucha el viento. La naturaleza se percibe como una fuerza imponente, pero amable, protectora. Ni siquiera ronda el fantasma de un huracán: no se ha sabido de alguno por estos lados desde los años 80. Apoyo la cabeza en la almohada y no sé más de mí.
BENDITO SPA
Es hora de ir al spa. Tengo suerte: llueve a cántaros y no hay mejor refugio posible que entregarse a las manos de una buena masajista. El lugar se llama, simplemente, The Spa. Un nombre elegante y preciso, como todo en el hotel. En agosto de este año, fue reconocido como el mejor del mundo en la premiación Best of the Best (lo mejor de lo mejor) que entrega la revista internacional de turismo Virtuoso Life. Tiene todo lo necesario para alcanzar la paz; desde una piscina con hidroterapia hasta una carta demasajes que mezcla terapias tradicionales de la Polinesia –como fricciones con aceite de monoi– con otras europeas y asiáticas.
Cruzo el pasillo con un techo de 22 metros de alto y entro en mi cabina. He escogido el masaje "de la casa", que se llama Kahaia Haven Ritual. La terapeuta comienza por limpiar mi piel con una crema de semillas de damasco y aloe vera. Luego, como siempre, viene la exfoliación. Pero no es igual a las de siempre: la hacen con polvo de perlas negras cultivadas. Éstas se forman dentro de las ostras de labios negros y son la segunda fuente de ingresos de la Polinesia Francesa. He exfoliado mi cuerpo muchas veces en spas de Chile, Latinoamérica y Europa, pero nunca había quedado con la piel tan suave y sedosa. Estoy, literalmente, pulida. Tanto, que entro en la ducha para sacarme los residuos de este preciado polvo y mi piel está como si fuera impermeable. El agua resbala sobre ella y yo quiero que ese baño no termine nunca. Pero la terapeutame espera y debo volver a recostarme en la camilla, para la segunda parte de mi tratamiento.
La mujer toma piedras volcánicas calientes, las desliza por mi cuerpo y luego las deja descansar en puntos estratégicos. A medida que la temperatura de las rocas baja, la de mi cuerpo sube. Ese traspaso de energía es como un bálsamo que pone en ordenmi cuerpo y mi espíritu. Lo mejor es sentir las piedras que descansan entre los dedos de mis pies y manos; es como si desde ahí se pudieran tocar todos los terminales nerviosos del organismo. El cosquilleo es inevitable. Uno quisiera retenerlas ahí eternamente.
Al terminar, recibo un masaje facial, realizado con productos elaborados con extractos de hierbas, monoi y vainilla.Mi mente se ha ido a pensar en lo que no necesita agenda, en lo trascendente. Salgo como nueva.
Antes de irme, leo el folleto del spa. En la descripción de este masaje dice: "este es un ritual inspirador, que aquieta el espíritu y despeja lamente". He escuchado muchas veces frases similares, pero nunca me habían hecho tanto sentido.
TIEMPO DE AVENTURAS
A estas alturas del viaje estoy con las pilas cargadas y quiero salir de paseo. Lo primero que hice fue un safari acuático. No tengo demasiado claro a lo que voy, pero me entrego. Me recoge un francés joven, bronceado, tonificado y con ese relajo tan seductor de los hombres algo nómades, que viven junto al mar. No sé si mirarlo a él o al paisaje. Me río sola.
Damos vuelta a casi toda la isla (que no tiene más de 37 kilómetros de diamétro) hasta que llegamos a un punto en el que el agua es más profunda y menos cristalina. Ahí, me entero de que tengo que introducir mi cabeza dentro de una escafandra como las que usaban los buzos antiguos, conectada a un cable de oxígeno, y sumergirme hasta tocar el fondo del agua, tres metros más abajo. Nunca he buceado y al principio me da un poco de susto, pero me animo y en cinco minutos estoy gozando como cabra chica. Me rodean casi todos los pescados que ví en la película Buscando a Nemo. Los alimento y me agradecen bailando a mi alrededor. Nos invitan a tocar las rayas, que en esas aguas no son peligrosas. Me sorprende su piel, suave y rugosa a la vez. Subo de vuelta al bote, satisfecha. Misión cumplida.
Al día siguiente parto a un motu picnic. Motu, en polinésico, significa isla. Me imagino que me llevarán a comer sánguches en algún rincón paradisíaco, pero no: se trata de un asado. Y el lugar escogido para ello es la casa de un hippie local, una vivienda completamente desordenada y encantadora, la única que se ha instalado en un pequeño islote cerca del mar abierto.
Mientras el dueño de casa prepara en su parrilla carne de Nueva Zelanda, pollo de Chile y pescados que sacó del agua frente a su ventana, nos sentamos en sillas de plástico bajo un toldo fabricado con hojas de palmera trenzadas, el mismo material del que están hechos nuestros platos desechables. Con nuestromejor inglés, fluye la conversación. "¿Es verdad que desde su casa se pueden ver ballenas jorobadas, de junio a noviembre?" "¿Qué porcentaje de la población quisiera que las islas se independizaran de Francia?" "¿Cómo es vivir en ese islote, sin internet?".
Estoy tan entretenida que pasan las horas y no me doy cuenta. De regreso al hotel, con la cara curtida por el viento y el sol, medito sobre mi ritmo de vida usual. Pienso en cómo a los chilenos nos hace falta vivir con más lentitud, con más reflexión, con menos consumismo y más preguntas fundamentales. Siento ganas de cambiar elmundo. Esa noche,me cuesta un poco más dormir. Estoy agitada. Pero feliz.
Mientras armo mi maleta para regresar a Santiago, reviso mentalmente lo queme quedó por hacer. Faltó tiempo para algo de shopping. Faltó conocer el pueblo de Vaitape, con su única calle que recorre los faldeos del volcán. Faltó ir a hacer trekking y nadar con los delfines. Faltó ir a otras islas, para –por ejemplo– meterse en el atolón de Rangiroia, el acuario más rico del planeta según Jacques Cousteau, o conocer las famosas olas de Teahupoo, donde peregrinan surfistas de todo el mundo. Faltó, sobre todo, visitar las islas que los locales prefieren para pasar sus vacaciones: el arquipiélago de Tuamotu. Quedarán para otro viaje.
Cómo llegar
Lan vuela los miércoles y domingos a Papeete, capital de Tahiti y sus islas, vía Isla de Pascua. LanTours ofrece diferentes programas a las islas de la Polinesia. Uno de ellos, por ejemplo, incluye 8 días de lujo, con pasaje aéreo Lan en Premium Business, tramo aéreo interno en clase económica, desayunos,dos noches en Papeete y cuatro en el Four Seasons resort de Bora Bora. Desde US$5.500 (por persona en habitación doble, hasta el 10 de diciembre. No incluye tasas de embarque y cargos por servicio).
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