Un amigo volvió de África después de un viaje de investigación para su nuevo libro. Visitó un hogar para niños abandonados. Me contó que en aquella región era usual que las familias abandonaran a los menores del clan a su suerte, como una forma de enfrentar determinadas desgracias a las que les conferían un valor espiritual, religioso. Había quienes sencillamente los dejaban en algunas de las calles caóticas de una capital sucia y azotada por la violencia; otros, en tanto, los llevaban hasta instituciones extranjeras, como una encomienda que se deposita en un buzón.
Cuando mi amigo preguntó si los padres no sentían remordimiento o culpa, lo único que logró como respuesta fue una frase: "Son sus tradiciones". Esa era la explicación de todo. No era posible desmontarla. Tampoco era parte del trabajo de las instituciones de socorristas cambiar esas costumbres para mejorar el porvenir de los niños; eso era tarea de los políticos, pero como se trataba de un país sumido en la corrupción y gobernado por un dictador, lo único que quedaba era la caridad.
Esta semana, mientras escuchaba a los senadores discutir sobre la despenalización del aborto en caso de violación, recordé la respuesta que le dieron a mi amigo sobre los niños abandonados de aquel hogar. Los discursos de los parlamentarios de la derecha y de parte importante de la Democracia Cristiana se movían en la misma frecuencia de aquellas familias africanas; hombres y mujeres que en lugar de hablar de hechos y discutir argumentos, preferían acudir una y otra vez a frases que sólo daban cuenta de su personal modo de ver el mundo, la fe privada que -aparentemente- guiaba sus conductas públicas o, al menos, sus discursos públicos. Uno de ellos distinguía, por ejemplo, violaciones "normales" de otro tipo de violaciones sobre las que no se extendió, pero que aparentemente no serían tan graves; un segundo senador ensayó una especie de filosofía de la reproducción humana en clave gerencial afirmando que las mujeres eran meras administradoras de la mórula que con las semanas llegaría a ser un feto; una tercera parlamentaria se quejó de que las plantas tenían derechos y no los embriones, mientras su compañero de bancada habló de los violadores como eventuales "padres" del hijo de su víctima. Seguramente, ese padre también tendría derechos sobre el embarazo de la mujer.
En cada una de sus reflexiones la eventual víctima del ataque -una mujer, una adolescente- desaparecía de los discursos, como si las profundas convicciones de los congresistas los empujara a ignorarlas, borrarlas de escena o, incluso, sospechar de ellas. ¿Cómo sabemos si realmente fue violada? ¿Quién nos asegura que no se lo buscó? En su modo de describir la realidad las mujeres caían en el rango de quienes no están capacitados para decidir por sí mismos ni juzgar los acontecimientos de manera apropiada. Tal vez por eso un grupo de parlamentarios incluyó la figura del "acompañamiento" en el proyecto. Las mujeres son criaturas que necesitan que alguien más las guíe, ojalá personas con firmes convicciones. Un marido, un cura, una catequista, por ejemplo. La tradición sugiere que la mujer sólo logra alcanzar la plenitud de su vida cuando es madre, fue lo que le recordó a la sala uno de los senadores antes de que el proyecto de despenalización de tres causales de aborto fuera apoyado por estrecho margen. Lo dijo, seguramente, para que a nadie se le olvidara el poder de los clichés.
Dos días después de la sesión del Senado, el proyecto volvió a la Cámara de Diputados, en donde, según los cálculos del gobierno, debería haber sido aprobado sin problemas. No lo fue. Un diputado democratacristiano -célebre en su región por haber chocado ebrio intentando evadir a la policía- decidió abstenerse. Minutos antes de hacerlo, una diputada UDI -conocida por haber evitado ser procesada por fraude al Fisco con una salida judicial alternativa- le recomendó al parlamentario DC seguir sus convicciones morales. Eso hizo. El proyecto volvería a ser discutido.
Han transcurrido casi 30 años desde el retorno a la democracia. La mayor parte de los chilenos está a favor de la despenalización del aborto, sin embargo, el imperio de las convicciones religiosas privadas continúa imponiéndose por sobre el poder de los argumentos, de los hechos y de la voluntad de los ciudadanos.